PROPENSO A SENTIMIENTOS TIERNOS
(Breve fragmento de mi novela)
Carlos Borromeo Mínguez se tumbó de espaldas sobre la arena de la ribera
del río Duero a su paso por Zamora, caldeada por el sol que muy pronto
alcanzaría su cénit. Cerró los ojos. A través de los párpados le llegaba a las
pupilas la luminosidad del sol castellano y su calor. Era como la vez en que
Georgina Bustamante le quiso despertar agitando ante su rostro una tea
encendida y luego le echó a los ojos el aliento perfumado de hierbabuena de los
campos de Zamora.
Siempre había recordado con emoción aquel momento. Georgina tenía quince
años y él diecisiete. Diecisiete años y ninguna preocupación. Bueno sí, tenía
una; el amor que sentía por ella. Se lo confesaba continuamente, una y otra
vez, pero sin resultado. Georgina siempre lo tomaba a broma y Carlos Borromeo
sufría sus indiferencias. Hasta que un día, le dijo:
--Georgina.
--¿Qué?
--¿Tú me quieres?
--No.
--¿Ni siquiera un poco?
--Ni eso.
--¿Es posible que mis requerimientos de amor te sean indiferentes?
--Totalmente.
--¿Y no te importa verme sufrir?
--Ni un ápice…
Y mirándola fijamente, sacó del bolsillo de su pantalón una navaja de
descabezar conejos y amenazó con ella:
--Entonces me suicidaré -le dijo-. Sin tu amor la vida no merece la pena.
--Allá tú.
Pero nunca terminaba la amenaza. Por aquellos años Georgina Bustamante
tenía los ojos azules, los labios rojos y brillantes, dos hoyuelos en las
mejillas cuando sonreía, o sea que los tenía siempre, y un cabello como el oro
de las iglesias que caía a raudales sobre sus hombros. Cuando paseaba las
tardes de domingo por la Rua de Ramos Carrión, camino del Parque de Mola,
orgullosa y satisfecha, había de disfrutar de dos murallas de exclamaciones de
asombro y piropos más o menos discretos. Carlos Borromeo no quería abrir los ojos porque así le costaba menos soñar
con Georgina. Se acomodó mejor en el duro lecho arenoso y lanzó un gruñido de
disgusto al tropezar uno de los huesos de la cadera con la navaja de descabezar
conejos. La llevaba encima, que él recordara, desde siempre, para utilizarla en
el momento en que la muchacha le abandonara definitivamente y tuviera
suficiente valor para abrirla y darle el impulso necesario redondeando así su
rápida caída por la escarpada pendiente del desamor…
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