sábado, 8 de diciembre de 2007



PROPENSO A SENTIMIENTOS TIERNOS
(Breve fragmento de mi novela)


Carlos Borromeo Mínguez se tumbó de espaldas sobre la arena de la ribera del río Duero a su paso por Zamora, caldeada por el sol que muy pronto alcanzaría su cénit. Cerró los ojos. A través de los párpados le llegaba a las pupilas la luminosidad del sol castellano y su calor. Era como la vez en que Georgina Bustamante le quiso despertar agitando ante su rostro una tea encendida y luego le echó a los ojos el aliento perfumado de hierbabuena de los campos de Zamora.
Siempre había recordado con emoción aquel momento. Georgina tenía quince años y él diecisiete. Diecisiete años y ninguna preocupación. Bueno sí, tenía una; el amor que sentía por ella. Se lo confesaba continuamente, una y otra vez, pero sin resultado. Georgina siempre lo tomaba a broma y Carlos Borromeo sufría sus indiferencias. Hasta que un día, le dijo:
--Georgina.
--¿Qué?
--¿Tú me quieres?
--No.
--¿Ni siquiera un poco?
--Ni eso.
--¿Es posible que mis requerimientos de amor te sean indiferentes?
--Totalmente.
--¿Y no te importa verme sufrir?
--Ni un ápice…
Y mirándola fijamente, sacó del bolsillo de su pantalón una navaja de descabezar conejos y amenazó con ella:
--Entonces me suicidaré -le dijo-. Sin tu amor la vida no merece la pena.
--Allá tú.
Pero nunca terminaba la amenaza. Por aquellos años Georgina Bustamante tenía los ojos azules, los labios rojos y brillantes, dos hoyuelos en las mejillas cuando sonreía, o sea que los tenía siempre, y un cabello como el oro de las iglesias que caía a raudales sobre sus hombros. Cuando paseaba las tardes de domingo por la Rua de Ramos Carrión, camino del Parque de Mola, orgullosa y satisfecha, había de disfrutar de dos murallas de exclamaciones de asombro y piropos más o menos discretos. Carlos Borromeo no quería abrir los ojos porque así le costaba menos soñar con Georgina. Se acomodó mejor en el duro lecho arenoso y lanzó un gruñido de disgusto al tropezar uno de los huesos de la cadera con la navaja de descabezar conejos. La llevaba encima, que él recordara, desde siempre, para utilizarla en el momento en que la muchacha le abandonara definitivamente y tuviera suficiente valor para abrirla y darle el impulso necesario redondeando así su rápida caída por la escarpada pendiente del desamor…





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