En mi desvelo
noto su aliento tibio que se me queda adherido en la nuca, humedeciéndome la
espalda. Podía percibir el ritmo pausado de su respiración, acompasado y agitado a veces con el deseo.
Por unos momentos perdí la conciencia de todo lo que no fuera su recuerdo, sus
labios tibios, su espalda ancha y poderosa, su rodilla; esa rodilla que al
besarme, perseverante, me obligaba a entreabrir las piernas. Finalmente terminé
de atravesar la misteriosa región del despertar, esa tierra de nadie que se
extiende entre el sueño y la vigilia. Todavía presiento el olor de su cuerpo
cálido entre las sábanas, y vuelven a mí las palabras amorosas de despedida que
Francisco de Borja me dijera días pasados al oído.
En
la quietud aparente de mi habitación todo es movilidad. Me levanté
tambaleándome, debilitada la cabeza por la larga ausencia que suscitaba una
gustosa melancolía. Ante aquel prolongado silencio creí morir de repente, pero
milagrosamente no me morí. A cambio, como sucede siempre, dejé de ser feliz. Y,
si el recuerdo no ha muerto, es porque lo sostiene la memoria. Mi vida fue
entonces como el escudo de San
Juan de
Dios: una cruz levantándose, silenciosa y contundente sobre el recuerdo de
Francisco de Borja. Lo mismo que hace poco nadie adivinó mi fervoroso amor por
él, nadie adivina ahora mi fervorosa soledad.
EL SEXO TIBIO
Fragmento de mi novela erótica
Y es que era extravagante que una mujer casada buscara remedio a sus
problemas íntimos fuera del matrimonio. Más aún, que recurriera a magias de
convento para solventarlos. Instintivamente volvió a rechazar la idea metida en
su cabeza por Eugenia. Se le antojaba a cada momento más descabellada. Cierto
que los rumores, que desde hacía un tiempo corrían por la ciudad sobre los
resultados que obtenía el monje en todas aquellas mujeres estériles o frígidas
que solicitaban su ayuda, fueron los que finalmente inclinaron la balanza a favor
de su visita al monasterio. Pero ella era una mujer felizmente casada. El
doctor Conrado Agulló ya la diagnosticó utilizando la ciencia. Claro que
después de un largo tratamiento no había encontrado el gozo perdido. Pero,
¿podía esperar una solución mejor de aquel hombre desconocido para ella? Se
preguntó interiormente con un asomo de burla. ¿Qué pensaría el tranquilo monje
de ella? Seguramente nada agradable, vista la intencionada mirada que le
dirigía. Pero enseguida salió de sus meditaciones cuando la voz del hombre sonó
más grave y enérgica que antes:
--¿A qué ha venido
usted, señora?
--Me dijeron que
podría solucionar mi problema.
--Bien -dijo-.
¿Realmente lo desea?
--Más que eso; lo necesito -casi imploró-. Creo que estoy perdiendo mi
feminidad.
El monje la miró sorprendido.
--La feminidad no se pierde con los años, señora. Le daré mi receta…
Eloísa Arzóz le suplicó con la mirada. Era una mujer todavía joven, alta y
francamente guapa, de cabello rubio extremadamente cuidado, cuerpo estilizado y
ojos claros de mirada soñadora. Cualquier hombre la gozaría sin dificultad.
El religioso la sacó de nuevo de sus meditaciones.
--Hábleme de su
esposo -le dijo.
--¿De mi esposo? -frunció el seño-. ¿Y qué tiene que ver mi esposo?
--Está casada con él, supongo. Y es el hombre que debería satisfacerla. ¿No
es un buen amante?
Eloísa dudó antes
de responder.
--Pues… Supongo que
sí.
--¿Sólo lo supone? Entonces, esta es mi receta: no ha de dar todo su gozo
en una misma noche.
Lo dijo como quien enseña una difíci1 verdad. Eloísa no pareció comprender
su significado.
--¿Qué quiere
decir?
--Déle a su hombre sólo una parte de usted en cada entrega, ¿comprende?
--¿Quiere que sea
promiscua?
--Sí -afirmó-. Cada vez que la
posea, su marido debe necesitar un poco más. En este mundo mortal el más imperioso
de los deberes consiste en gozar, hacer que el proceso dure, que no se acabe…
--Perdone, pero no le comprendo -Eloisa parece cada vez más confusa.
--Gozar lo más posible, es fácil de entender. Esa será la solución a su
problema.
--¡Santo Dios! -exclamó la mujer-. Invoco a mi Dios, del cual debería usted
seguir sus leyes.
El monje la miró sorprendido
por su reacción inesperada.
--¿Acaso no me cree capaz de acatar sus normas? -protestó-. Llevo dedicado
a Él toda mi vida. Pero comprenda que también es el Dios del amor.
--Sin embargo, usted me habla del gozo del cuerpo, me incita a ello.
--Se equivoca -repuso el monje dulcificando su voz-. Le hablo del gozo del amor.
El culto al placer de los sentidos es un culto liberado de moral. Precisamente
todo lo contrario a lo que usted piensa.
--Creí que usted, por su condición de siervo del Señor, practicaba el culto
a la castidad.
--La castidad no es un culto, señora, sino la victoria de la razón sobre el
mito. No es una exaltación de los sentidos, sino el ejercicio de la inteligencia.
No es un exceso de placer, sino el placer del exceso. No es 1icensioso, sino
normativo. Y es una moral.
--¿Cómo puede decir
eso un servidor de Dios?
--Le estoy hablando de la solución a su problema. Recuerde que fue usted la
que acudió a mí para encontrar el remedio a la frigidez que padece. Y se lo
estoy dando. El erotismo se ha convertido en la receta mágica para su mal. ¿No
era para saber eso, para lo que ha venido? Prive a los asuntos del sexo de su
sentido sacro y tendrá un instrumento de salubridad mental.
--Oiga… ¿Cómo debo
llamarle? ¿Padre, hermano..?
--Llámeme fray
Liberto.
--Bien -prosiguió la mujer, ahora visiblemente alterada-. ¿Adónde quiere ir a parar, fray Liberto? He
venido implorando su ayuda, dispuesta a aceptarla como la última solución
posible a mi carencia de deseo. Y de repente me sale con un sermón de púlpito.
Ya no sé si he hecho bien en venir hasta aquí.
--Quédese tranquila, ya verá como sí. De momento lo que debe hacer es
1iquidar esas virtudes que la atormentan: modestia, castidad, continencia,
fidelidad conyugal…
Fray Liberto se puso de pie, y en la penumbra granate del salón buscó con
la mirada el rostro de Eloísa.
--Sea dueña de su vida -prosiguió el monje con voz cadenciosa-. Haga como
que vive. No espere de mí que le aplique una receta milagrosa hecha de yerbas
mágicas. Para su caso no será efectiva. En 1ugar de agua bendita lo que le
traerá la luz será la práctica del erotismo. Compréndalo, señora. Haga un
esfuerzo. No se trata de que adopte la lujuria como modo de vida. Se trata de
una recuperación biográfica, de una transformación. Poco importa que haga el
amor o el modo en que lo haga y con quién. Lo nuevo será que lo haga con
libertad de espíritu. Es así de sencillo. Haga el amor con la mente. Puéblela
de más órganos y sensaciones voluptuosas que las que podrían procurarle todos 1os
hombres del mundo. No necesitará de alucinógenos, ni de reconstituyentes, ni
pócimas mágicas, ni filosofías para salir de la desesperación de creerse
incapaz de sentir placer.
Eloísa no se atrevía a mirar al monje, cuyos ojos presentía fijos en su
rostro, o tal vez en el contorno de sus pechos. Éste, calculó la pausa, y
prosiguió:
--Supongo que sabe
hacer el amor consigo misma.
Ella asintió con un
movimiento de cabeza.
--¿Le gusta?
--Mucho.
--¿Y lo hace con
frecuencia?
--Con mucha
frecuencia.
Sorprendentemente no experimentaba ahora la menor vergüenza en proclamarlo.
--Naturalmente, ¿por qué no? -reconoció el monje-. ¿Qué mal hay en ello?
--También necesito el placer físico, pero con mi marido no lo consigo. Esta
falta de gozo me hará volver loca.
Fray Liberto la contempló en silencio unos minutos. Ella no se atrevía ni a
moverse de su asiento.
--¿Por qué? -le
preguntó, al fin.
--Ya se lo dije: me he convertido en una mujer frígida. Es por eso que
vine.
--¿Y su marido?
¿Sabe que goza en soledad?
--No lo sé… Supongo
que sí.
--¿Le ha prohibido
hacer el amor con otros hombres?
--¿Cómo? -Eloísa protestó-. ¡Eso que dice es una tontería! Nunca he
necesitado otro hombre. Siempre he sido
fiel a mi marido, para eso me casé.
--Bien, pero no ha contestado a mi pregunta. ¿Le ha prohibido él hacer el
amor con otros hombres?
--¡Claro que no! -se
ofuscó ella.
--¿Pero le dijo que
se lo permitía?
Eloísa Arzóz se
sintió extrañamente acorralada por el verbo del monje.
--No me lo ha dicho explícitamente -musitó al fin-, pero tampoco me lo ha
prohibido. Ni siquiera me pregunta lo que hago. Me da absoluta libertad.
--Entonces, busque
un amante.
La mujer sonrió.
--¿Para qué?
--Debe conocer otras formas de gozar. Incluso cambie de amante lo más
frecuentemente posible.
--No podría hacerlo,
amo a mi marido.
Lo dijo con toda franqueza. Bajó los
ojos, carraspeó, parpadeó repetidamente. Fray Liberto prosiguió, despiadado.
--Naturalmente -dijo-. Entonces, cuando haga el amor con su marido, piense
mentalmente en otros hombres que la exciten. ¿Nunca lo ha hecho?
--No lo sé -respondió.
--¿Cómo que no lo
sabe?
--Nunca imaginé
semejante cosa.
--¿Por qué motivo?
--No podría
explicarlo.
--Inténtelo -pidió él-. No es muy difícil, la verdad. Le bastará con
proponérselo. ¿Nunca ha soñado con tener entre sus manos un pene enorme,
succionarlo, lamerlo… Para una mujer nada hay tan placentero como eso.
AMARANTA
Amaranta me dedica una tímida sonrisa, apenas una pincelada, migajas de todo cuanto tiene.
--¿Qué es para ti la escultura? -me pregunta.
--La escultura es para mi el último límite conocido del aire -le contesto-, la frontera del aire y la aduana del aire.
--¿Tanto?
--Oh, sí -continúo-. Donde termina el aire comienza la escultura y nadie debe buscarle jamás los tres pies al gato.
Amaranta aparece confundida, extraviada con mis palabras, pero no modifica la sonrisa de su boca. Esto, seguramente, no se lo enseñan en las clases de arte. Me mira con sus ojos penetrantes y confiesa:
--Siempre creí que la escultura se muestra y vive en la materia sólida, el mármol, el granito, el bronce, el hierro, el durísimo palo, la arcilla, pero el aire...
Esbozo una sonrisa de complicidad. Amaranta estira su cuello hacia atrás y bajo el pañuelo color malva que lo cubre se adivina una piel blanca, suave, sumamente apetecible que me subyuga. El movimiento involuntario hace que la gravidez de sus senos se acentúe un poco más. Prosigo:
--La escultura también puede vivir hecha de agua. Las cataratas del Iguazú; los géiser de Islandia, interminables chorros de agua caliente en forma de surtidor; las furiosas olas rompiendo contra las rocas de un acantilado cualquiera; el zafareche en el instante mismo de saltar la rana, y aún de viento; los remolinos de arena del desierto; los tornados de las llanuras americanas, y de humo.
--¿También de humo?
--También –afirmo-. Picasso hizo fugacísimas Venus y huidizos Apolos de humo, y los habilidosos y casi angélicos fumadores de cigarros siguen construyendo, impertérritos, volutas casi jónicas de humo.
Me mira sorprendida, entreabre la boca, y adivino en sus labios una leve sonrisa de admiración, tal vez de incredulidad, también es muy posible. Parece que los dos estamos acordes con el compromiso artístico. Yo, con el barro y la arcilla, y Amaranta con su cuerpo modélico buscamos idéntica furia escultórica, o paz cósmica y lejana, e igual deleite estético, quizá también humano. Amaranta, que se me representa como mujer sublevada y airosa, aspira a desvelarme el misterio de las últimas formas cambiantes, aquellas que se perfeccionan partiendo de la rigidez. Amaranta y sus esculturales formas en permanente traslación, brotando como una luciérnaga desde las profundidades mismas de la materia, me desvela el deseo de enseñarme a vivir inmerso en el aire de sus confusas exigencias.
Desde que Edouard Madaule me la presentó la pasada semana en la galería "Salón des arts du Printemps", como una estudiante de arte que deseaba introducirse como modelo, su cabello intensamente negro y el fulgor de sus ojos penetrantes, no se habían apartado un sólo instante de mi recuerdo. Deseaba tener su cuerpo frente a mí para plasmar en arcilla aquella belleza incólume, aquella propiedad armónica y perfecta que me infunde tanto deleite espiritual a su sola contemplación. No obstante, aceptó sin reparo posar para mí en el momento mismo que le hice la invitación. Este pensamiento me conmueve, acelera el ritmo de mi sangre en las venas, excita la necesidad íntima de contemplar su piel silente y al mismo tiempo siento como se apodera de mi voluntad el temor a no poseer suficiente talento para modelar tanta belleza.
Estábamos sentados en el café Costes, un moderno local de la rue Berger, esquina a Saint Denis, frecuentado por jóvenes parisinos muy a la última moda. Aquí todo cuanto rodea al visitante es original. El decorado del salón, adornado de espejos, las luces incrustadas en la misma pared simulando conchas marinas intentando escapar de su singular prisión, las mesas y sillas para los clientes, e incluso los camareros. Más allá de los cristales de la amplia terraza, la simétrica arboleda de la fuente de los Inocentes servía de cobijo a multitud de pájaros, que presagiando la primavera, revoloteaban presurosos de rama en rama.
Ha comenzado a hacer calor y Amaranta inicia un gesto para deshacerse del abrigo. Lleva una falda roja, muy corta, y un ajustado jersey de seda gris que se oprime a su cuerpo como una segunda piel, configurando sus formas hasta en el más íntimo detalle. La contemplo así, descaradamente, sin ningún reparo, insinuante, ávido de su cuerpo y de su mirada y no puedo evitar que me tiemblen las venas y por todo mi ser siento golpes de sangre. Ella tiene la falda por la mitad de los muslos y no lleva medias.
Me sube un calor a la cara y me siento ridículo, como un colegial que descubre por primera vez el amor. Su piel blanca está delante de mis ojos y aunque intento, no puedo apartarlos de ese lugar. Me hieren los granitos rojos y delicados de su epidermis como ascuas de fuego. Se levanta de la silla en que está sentada y hace ademán de bajarse la falda, con lo que sólo consigue dirigir mis ojos hacia allí. Tiene las rodillas separadas y parece no importarle que la mire.
--Hace calor, ¿eh?
--Sí, también yo tengo calor -le contesto.
Amaranta se quita del cuello el pañuelo color malva y a través del largo escote del jersey aparece la blanca piel, insultantemente joven, del inicio de sus pechos. Yo no pienso nada, no quiero pensar absolutamente nada para no excitarme, pero no lo consigo. Esta piel me inquieta, me ata un nudo de dolor en la garganta, me quema las piernas. Intento serenarme, aquietar la turbación física que me embarga, y busco el sosiego en la contemplación de la simétrica arboleda que circunda la plaza.
LOS DOS AMORES DE CÁNDIDA SAMANIEGO
Breve apunte de mi novela galardonada en el II Premio Marco Fabio Quintiliano, en Calahorra, La Rioja
Los domingos, Cándida Samaniego nunca faltaba a misa, que
oía apartada y sola en la esquina del último banco de la Iglesia. Cuando
finalizaba salía de ella y resguardándose del frío se dejaba caer en uno de los
escalones de mármol blanco que daba acceso al lugar sagrado, con las rodillas
sobre su pecho, la cabeza inclinada cubriéndole el cabello parte de su rostro,
y su mano medio extendida en muda súplica. Quienes la conocían se apiadaban de
ella e intentaban hacerla regresar a casa, pero sólo conseguían que se
levantara, forzara una incipiente sonrisa que más parecía una mueca, y se
dejaba caer nuevamente sobre el mármol frio.
Aquella mañana Agapito Rabaneda se acerca despacio hacia la
entrada de la Iglesia, como temeroso de encontrar lo que se imagina. Ancianas
renqueantes, apoyadas algunas en bastones, mujeres de mediana edad o jovencitas
alegres y dicharacheras, entran y salen de misa sin prestar demasiada atención
a la mujer que permanece inmóvil en el rincón de la pared, sobre el frío
mármol. De vez en cuando, un alma caritativa deposita sobre la mano extendida
de la joven unas monedas, que la hacen musitar algo ininteligible.
Su rostro no se altera cuando ve acercarse a Agapito, su
marido, que la contempla angustiado y que desearía correr hacia ella para
abrazarla y colmarla de besos. Le sigue con la mirada y temerosa hace ademán de
retirar el brazo, avergonzada, pero sólo consigue cerrar el puño. Su marido se
inclina hasta quedar a su altura y durante un largo rato ambos permanecen
inmóviles, contemplándose mutuamente.
-Mi querida Cándida.
No es afirmación, ni pregunta ni respuesta, es sólo un
lamento que escapa de lo más profundo del corazón de Agapito.
Cándida Samaniego parece encontrar un momento de lucidez y
vuelve a extender su mano, suplicante, sobre la que Agapito Rabaneda deposita
un billete, apretándola fuertemente al tiempo que la oye musitar repetidamente
mientras se aleja:
-Perdóname, perdóname…
LA SEÑORITA DE LOS DÍAS TRISTES
Dorotea Carballo era
muy alta, delgada, de rostro coquetón y pálida mirada. Se crió en el Hospicio
de San Claudio, muy cerca de la Catedral de Zamora dedicada al Salvador, cuando
todavía era aquella zona un monte sin urbanizar. Las monjas cuidaron de ella y
le enseñaron lo suficiente para enfrentarse a las dificultades de la vida, pero
al cumplir los veintiún años las madres anunciaron a Dorotea que, de acuerdo
con las ordenanzas de la institución, estaba en edad de abandonar el centro. La
joven marchó entonces a casa de un pariente que se compadeció de su
soledad. Xavier Maura era un viejo
carraspeante, de cuerpo enjuto, risa cascada y fácil, que fumaba en pipa de
enebro muy negra y vieja de la que emanaba un apestoso olor a colillas rancias.
No obstante, vestía con elegancia, era educado y con Dorotea estuvo siempre
atento y respetuoso. Un día se atrevió a decirle:
--La gente, Dorotea,
habla mal, la mayoría de las veces sin motivo. Eres huérfana y no tienes otra
familia en la ciudad. ¿Por qué no dejas que yo cuide de ti?
--Pero si ya lo hace…
--Quiero decir,
entregarme por entero a tu felicidad. Así la gente no tendría motivos para
murmurar. ¿Qué dices a eso?
--Déjeme usted
reflexionar…
Xavier Maura inclinó
la cabeza y apartó la pipa.
--No me gusta decirte
lo que vas a oír, Dorotea -le dijo-. Tú eres muy joven, es cierto, pero yo no
lo soy. Para ti un año más no cuenta, el curso del tiempo te acerca a la
primavera. A mí, en cambio, me arrastra hacia el invierno. Cuando dos seres en
edades parecidas llegan a amarse, ambos exigen sus derechos. Pero cuando uno de
ellos es mucho mayor, ya no exige: suplica y cede siempre, porque se da cuenta
que pasó su tiempo. Pero no me contestes ahora porque sería a impulsos de una
impresión momentánea.
A medida que hablaba, la
voz de Xavier Maura se fue haciendo más temblorosa, adquiriendo una tonalidad
húmeda, de llanto contenido, y Dorotea se dejó dominar por ella como por un
hechizo. La voz del hombre y sus ojos expresaban un amor tan sincero, una
resignación tal a las decisiones de la joven, que Dorotea, sintiéndose más
madre que mujer, más compasiva que amorosa, murmuró:
--No hace falta
esperar a mañana, Xavier. Estoy segura que seré feliz contigo.
Cuando Xavier Maura
salió de la habitación dejando en los labios de Dorotea el calor del primer
beso, la joven comenzó a sentir como si despertara de un pesado sueño. Sentía
dolor en el corazón porque había obrado no a impulsos del amor, sino de la
piedad que su pariente supo despertar en ella…
EL ELIXIR DE AMOR
Cleta Segade nunca fue bruja, le faltaban poderes para
invocar al diablo. No obstante preparaba como nadie ungüentos mágicos
afrodisíacos, filtros de amor irresistibles o sustancias nocivas y
debilitadoras, todo ello adquirido del “Libro de San Cipriano”, legendario tratado
de recetas mágicas. Al cabo de los años, Cleta Segade era famosa en toda
Zamora. Tenía su casa cerca de lo que fue el convento de Santiago de los
Caballeros, hoy convertido en una humilde capilla. Carlos Borromeo Mínguez
estaba locamente enamorado de Georgina, y esta no le hacía el menor caso, se
burlaba de él, no le amaba. Una tarde se fue a ver a Cleta Segade, la hechicera
que vendía filtros amorosos. Él no creía mucho en esas cosas. Pero, ¿y si
resultaba?
--Creo que usted vende hechizos mágicos…
--Sí, ya lo creo -contestó Cleta-. Pase usted y le
mostraré la mercancía.
Cleta tomó un tarro de cristal, y le dijo:
--Aquí tengo un veneno maravilloso. El contenido no
sabe a nada, es incoloro y no deja rastro, totalmente efectivo. La persona se
queda dormida y ya no despierta más…
--¡Yo no quiero matar a nadie! -protestó el muchacho.
--Bien, bien -se disculpó Cleta-. Yo he de anunciar mi
mercancía. Es muy eficaz pero también muy cara; este frasco cuesta ochocientos
euros, pero garantizo los efectos.
El joven se irritó con la insistencia de la hechicera.
--¡No me interesa el veneno! Amo a una mujer y ella no
me quiere.
--Se trata de eso -rió la bruja-. Pues también tengo
un remedio eficaz.
Dejó el tarro del veneno y tomó otro frasco de
cristal.
--Este líquido tampoco tiene sabor. Y, ¡Qué
resultados! A la indiferencia sucede la devoción, al desprecio la admiración.
En cuanto lo haya tomado usted será el único amor de su vida, no le dejará que
hable con ninguna otra mujer, querrá saber todo lo que hace, dónde ha ido, con
quién ha estado, o incluso lo que ha pensado cuando estuvo ausente.
--Pero si ahora me desprecia.
--Es que ahora no le quiere. Pero luego…
--¿Y una maravilla como esta, cuánto vale?
Cleta Segade sonrió.
--Le haré un precio especial -le dijo.- Deme sólo
cinco euros.
--No comprendo -musitó el muchacho.- Si el veneno vale
ochocientos euros, este elixir debería valer el doble…
--Desde luego, pero lo vendo como propaganda. Usted
quedará satisfecho con el elixir, y otro día volverá por el veneno.
--¡Ja, Ja! Un veneno. ¿Para qué necesito un veneno?
Carlos Borromeo le administró el elixir de amor a
Georgina y todo salió como Cleta Segade le había dicho, palabra por palabra.
Después de año y medio de casados el muchacho se detuvo a reflexionar.
Cuando Carlos Borromeo Mínguez estuvo ante Cleta
Segade, esta le dijo:
--Pase y veamos lo insoluble de su problema.
--¿Cómo sabe que tengo un problema?
--Aquí la gente sólo viene para encontrar remedio a
sus males. Y… Mire, aquí tengo un veneno maravilloso, no sabe a nada, la
persona a la que se le administra no sufre nada…
--¿Un veneno?
--¡Oh, sí! -afirmó Cleta.- La solución más lógica y
sensata a su problema.
--Bueno, me llevaré el veneno.
SÍ, QUIERO
Detalle de mi novela
Veinte años atrás la
frondosidad de los plátanos tamizaba la luz del verano en esa misma avenida por
donde se entra a la ciudad desde el sur. De esa época conservaba Carmen sus
recuerdos más preciados, algunas fotos dispersas en el comodín de su alcoba, el
tranvía en el que, junto a su flamante marido derramaba a raudales su dicha
cuando subía las tardes de domingo hacia la Plaza Mayor. Y la luz, sobre todo
la luz, que entraba a borbotones por las ventanas de su casa desde que mediaba
el mes de mayo. El resto, en su mente, desaparecía en cuanto hacía el más
mínimo esfuerzo por concretarlo.
Carmen y Alberto hicieron veinte
años de casados aquella primavera. Para celebrar tan esperado acontecimiento
ambos cónyuges se repiten al oído, seductoramente, palabras amorosas de
felicidad compartida. Suenan torpes, escuálidas, como faltas del apoyo
necesario que debe tener toda relación profunda y duradera y, sin embargo,
están impregnadas por el propio sueño del amor difuminado por el correr de los
años. La locuacidad repentina de Carmen en los días de aniversario no contrasta
con su habitual mutismo. Se le escapan las opiniones de las cosas y
sentimientos por los ojos. Es lo más vivo en un cuerpo que ella trata de
acomodar a un silencio expectante, donde se sabe segura. Por ello su voz emerge
fluida, como un punto y coma de la conversación incesante de su mirada, al
tiempo que su esposo, observándola de soslayo, apenas parece prestar atención a
lo que dice.
El símbolo que Carmen cuida con más
mimo de sí misma es la melena, larga, acaracolada, limpia como un amanecer de
verano que cae a raudales sobre sus hombros iluminando su mirada difusa. No
necesita muchos gestos para apoyar sus frases y por eso domina peor los
recursos del énfasis. A veces la danza verbal de Carmen le obliga, por limitada,
a insistir. No lo necesita. Su charla se parece más a un paseo al final de la
tarde por las aceras de la ciudad que por muy transitadas no dejan de ser un
paisaje natural con edificios por alamedas y gentes por flores silvestres.
En esos años que a Carmen no le
gusta recordar habría visto cada mañana mudar la luz al ritmo biográfico de los
plátanos. Hasta meses antes de casarse con Alberto trabajó de cajera en un
comercio de esa misma avenida por la que tal vez había entrado pocos años antes
por primera vez en la ciudad desde las carreteras del sur, arrastrada por su
madre viuda prematuramente, en busca de una situación económica mejor. La
avenida por aquel entonces era más cálida que ahora. Los edificios de acero y
vidrio que hoy esconden las entrañas de los grandes bancos bajo la frialdad
disimulada de los reflejos impenetrables, entonces eran simples apuntes cúbicos
o incluso solares abandonados durante décadas.
Su
empleo de cajera le ocupaba mañana y tarde en una ferretería que ya no existía
y que apenas recordaba. Alberto, su marido ahora, acudía por aquellos entonces
con cierta frecuencia al establecimiento y rara vez dejaba pasar la oportunidad
de bromear descaradamente con la cajera. A Carmen le hacían muy poca gracia las
ocurrencias desafortunadas e insinuaciones de Alberto y no era precisamente
simpatía lo que aquel cliente le inspiraba. Un día coincidieron ambos invitados
a una misma boda, por parentesco uno y ella por amistad con la novia. Carmen
cuando relata la historia de su noviazgo a los conocidos siempre resuelve la
frase con un verbo de cierto prestigio:
--Nos enamoramos.
Carmen, ahora cuarentona, con su
limpio cabello inundado de encanecidos mechones por el inexorable paso del
tiempo, ojos oscuros y piel muy blanca, deja pasar su turno. Necesita que el
azar le desbarate opiniones y certezas, tal es la confusión de la vida, un
tiempo que ella había soñado desde siempre necesariamente de un color rosado.
--Cuanto más firme sea tu muro
defensivo contra la vida -le había dicho filosofando en alguna ocasión Alberto,
su marido-, más hermosa será ésta cuando aquel caiga tras un revés inesperado.
Hoy Carmen se ha pintado los labios
con un rojo pasión, como en sus mejores años de moza, no en vano la celebración
que se avecina es mucho más importante que sus recientes veinte años de
matrimonio.
Pilar, su hija, fruto de la unión
con Alberto, se casa. A los diecinueve años el ser más querido por ella, maduro
y exquisito cual manjar, caerá en manos de un hombre. No pudo por menos que
rememorar su propio idilio, diferente desde luego, cuando también a esa edad se
paseaba por la avenida tomada del brazo del perseverante cliente de la
ferretería que se había prendado de su vitalidad. Y Carmen intuye que la vida
le ha sido condescendiente. Por eso hoy subraya sus labios de color rojo pasión
y salpica su escasa conversación con picardía. La vida de su hija Pilar es sin
ninguna duda mucho más amable que la de sus padres veinte años antes. Carmen
quisiera contar a su hija lo que significa el matrimonio, al menos lo que ha
representado para ella, pero no encuentra en sus palabras la verosimilitud
suficiente. Su voz nunca acaba de encontrar el tono adecuado. No le importa
demasiado moverse mal con las palabras cuando domina plenamente los gestos.
Pero hoy será un día grande en su vida, también en la de su hija, desde luego,
aunque para una madre tiene otro significado, tal vez cargado de eróticos
recuerdos, de rememoración de unos años que no volverán. Por ello ha decidido que
la luz del día se enamore de ella, reviva como un ave fénix, acaso su último
consuelo.
Alberto también calla, aunque por
razones distintas a las de Carmen. Había sido hijo único de un matrimonio
feliz. Pasó su juventud casi sin darse cuenta y comenzó a ganarse la vida como
funcionario de la Compañía de Aguas Municipal, donde aún seguía trabajando. No
echaba de menos nada que no fuese su paseo dominical por la frondosidad de la
avenida de los plátanos, ni admitía nunca que se aburriese, por otro lado no tenía
por qué admitirlo con nadie pues con nadie hablaba. Se consideraba un hombre
informado así como prudente, metódico, tranquilo y serio, que había elegido la
comodidad y el asentamiento sereno como bandera. Ni tan siquiera el día de su
boda hizo hito o mella alguna en su domada monotonía. Se casó con Carmen la
mañana de un viernes como si hubiese ido a tomar un café.
EL LABERINTO DE ISAURA VIRGEN
Fragmento de mi novela (1994)
--¿Me quieres?
--Sí.
--No lo dices muy convencido.
Permanecen los dos tendidos
sobre el lecho nupcial. Máximo desnudo, Isaura sobre su espalda cubriéndose
tímidamente. Su marido se fija en su pie danzarín que aparece por la parte baja
de las ropas de la cama. Mira sus labios cargados de deseo, el cuello que se
hinchaba más debajo de los lóbulos, las redondeces inexactas de los pechos de
Isaura que dibujaba la sábana blanca, azul más bien. Máximo alargó el brazo
para realizar una caricia, no importaba en qué dirección, una caricia en medio
de la luz rojiza que desprendía la aterciopelada lamparilla de la mesita. La
mujer siempre espera después de casada que el marido sorprenda su ignorancia
con una caricia y un beso en la boca. Máximo la ha besado muchas veces, posee
una boca móvil de contornos imprecisos, pues la piel de los labios de su marido
no tiene brillo ni algún otro indicio que revele una necesidad de contacto, una
soledad a punto de ser rota. No se atreve a mirarle directamente, se
ruborizaría en exceso si le viera, pero sí le toca, le acaricia su espalda, su
cuello…
--¿Tú me quieres? –le insiste.
--Que sí…
Pero, ¿se aman realmente? Por
el momento, sí, porque tienen todas las posibilidades. Los dos se gustan y se
desean, se autosugestionan cada vez más. Saben que ha llegado el momento
anhelado tras una promesa que los empeña para toda la vida. Isaura aprisiona
con fuerza la sábana blanca, azul más bien, sobre su garganta, tímida y deseosa
a un mismo tiempo de mostrarse ante los ojos de su marido. Máximo le roza la
boca con los dedos y con súbita gravedad le obliga a soltarse.
--Eres hermosa –musita.
Isaura se limita a bajar
afirmativamente los párpados y tensa involuntariamente los músculos cuando él
toca con las yemas de los dedos el áureo contorno de su pecho…
LAURA SIN ALAS
Extracto de mi novela
Me detuve frente a una puerta al
final del pasillo, de un blanco mustio que no invitaba siquiera a vivir. Empujé
con decisión y entré en la habitación. Las persianas estaban bajadas y una
difusa luz grisácea iluminaba la estancia lo suficiente como para distinguir la
figura de un enfermo. No me hizo falta mucho tiempo para adaptarme a la
penumbra. Enseguida descubrí sobre la cama a Laura, con su rubio cabello cual
oro de las iglesias, descansando entre el blanco artificial de las sábanas. La
observo con mucho cuidado para no perturbar su quietud. Aparece pálida, sin su
habitual risa en los labios ahora mustios, sin maquillaje y cubierta con un
camisón rosado que acentuaba, más si cabe, la palidez del rostro.
Cuando
me siente llegar gira la cabeza y se queda mirando como si no me reconociera. Y
a lo mejor era cierto. Me acerco a la cama despacio y la saludo con un hilo de
voz para no perturbarla. Ella intenta dibujar una sonrisa animosa en los
labios.
--Hola,
Laura -le digo-. ¿Cómo estás?
Poco
a poco se incorporó en la cama y quedó recostada sobre la almohada.
--Sobrevivo
-me responde-. ¿Entiendes?
Lo
dijo en un tono de profunda amargura, nada habitual en comparación con el
alegre carácter que yo le conocí. Es grato hacer frente a ciertos trances con
obligadas palabras de aliento, a ser posible adecuadamente y con mansedumbre,
que la palabra en sí misma no conviene sobar demasiado.
--Quería
verte -le digo, y era verdad-. Te he llamado varias veces, pero no sabía que
estuvieses enferma. Tu hermana me lo explicó ayer…
--¿Qué
te ha contado?
--Tu
falta de ganas de vivir, tu crisis, sólo eso.
He
estado un poco desafortunado, lo sé. Debí haberle mentido. Laura cierra los
ojos y presiento una lágrima dolorosa a punto de caer de sus párpados.
--Mi
motorcito interior se apagó -confiesa, recuperando la energía-. Una mañana intenté
levantarme de la cama pero no pude, ¿comprendes? Me di cuenta que era como
estar muerta, una sensación de que no vivía y sentía mucho frío. Pensaba en las
personas que podían darme ese calor que me faltaba pero no estaban allí, se
habían ido y no volverían y mi corazón se heló, perdió el calor necesario para
funcionar. Era todo tan extraño, tan difícil de comprender… Estaba con mucha
gente a mi derredor pero me encontraba sola, cada vez más sola. Es horrible no
poder amar, ¿sabes?
No
era el momento de sentirme triste. Aunque breve, Laura me había dado lo mejor
de ella, y sería injusto permanecer impasible ante su sufrimiento. Traté de
animarla.
--No
debes tomarte la vida de ese modo.
--¿De
qué modo?
--Ya
es lo suficientemente complicada como para añadirle más inconvenientes. La vida
es eso, dejar pasar el tiempo, vivir mudando días lentamente, envejecer poco a
poco esperando la muerte. No tenemos otra opción.
--¡Pero
si es lo único que he hecho hasta ahora, Óscar! -se exalta-. Yo he intentado en
muchas ocasiones aceptar esa vida pero sin conseguirlo. Toda mi existencia ha
sido un cúmulo interminable de intentos fallidos, ¿entiendes? Yo me he mirado
muchas veces en el espejo fijo y he visto en mi cuerpo las pisadas de los
zapatos del tiempo.
No
quedaba duda que la herida era profunda y sangraba, debía sangrar mucho,
abundantemente y sin posibilidad de remisión. Una herida abierta en el corazón
para la que no había, probablemente, medicación apropiada.
--Eres
muy lógica -le digo-, pero hay que seguir luchando para conseguir lo que se
desea. Si te detienes es mucho peor.
--No
quiero seguir, Óscar -prosigue-. No quiero continuar acostándome y levantándome
sintiendo el intenso frío de mi cama, durmiendo mal porque tengo pesados
sueños, vigilando el fuego, no sé qué fuego, y esperando la llegada de alguien
del que no conozco su mirada. En esas condiciones no quiero seguir. Empiezo a
sentirme extraña en el mundo que me rodea y me he dado cuenta que a los que
están en él les importo muy poco. Antes sí, pero ahora el mundo gira sin mí y
las gentes con las que me cruzo en el camino parecen girar con él. Todos me
miran, me tocan, me hacen el amor pero no les intereso, me ignoran, se desentienden
de mí, siguen su caminar sin esperar demasiado, son seres raros en un mundo que
ya no me interesa.
--Yo,
por ejemplo, me he interesado en ti.
--Tú
hablas igual que ellos, te has adaptado a sus costumbres, sigues sus horarios,
sus normas y terminarás antes o después perdiendo como ellos la visión de lejos.
Me dan lástima los que ríen por cualquier cosa y al mirarse en su espejo
particular se ven guapos viviendo en un mundo feliz, pero es una realidad falsa
que terminará confundiéndoles. Yo lo he descubierto a tiempo, ¿sabes? He
descubierto ese lugar que no me gusta y me he encontrado sola dentro de él, tan
sola como ellos, a pesar que ese mundo no tenía puerta y todos entraban y
salían a voluntad, pero ellos, al igual que yo, tampoco saben dónde van porque
de seguro no han encontrado el sentido de la vida.
Oyendo
a Laura terminé por no sentirme ya ni libre ni fuerte. Aquella mujer, que había
entrado en mi vida una mañana en la que hacía calor, decidida la primavera a
llamar su atención, clavando sus ojos en mí, suplicantes, como llamas vivas, no
dejaba en mi corazón la huella del amor, sino desconsuelo, incertidumbre y
pena, nada positivo. No era yo culpable de su estado, desde luego, pero aquella
mujer dudaba ahora hasta de su propia existencia.
--Siento
no haberte comprendido antes -le digo-. La felicidad existe del mismo modo que
existe la infelicidad y la desdicha. Existe, aunque sea difícil de encontrar.
Pero hay que buscarla, debes buscarla, ¿lo entiendes?
--Es
fácil para los otros porque a ellos les funciona el motorcito.
Siento
deseos de marcharme. Todas aquellas palabras de Laura me hacen mucho daño y a
ella también. Intento explicárselo.
--Quisiera
decirte…
--No
digas nada -me interrumpe-. Tú no conoces mi verdad, no puedes conocer mi
maravillosa verdad. Aquí he encontrado mi mundo, ¿sabes? En el otro no hay
amor, y el poco que hay no alcanza para todos y muchos se consumen en la
espera. Hay que tener una cabeza muy fuerte para no sucumbir, para no perder
definitivamente la razón. Ya nadie habla de ternura, de cariño, de afecto, de amor
compartido. Todo se ha convertido en sinónimo de sexo, de placer carnal, de
vicio, nada más que eso.
--No
debes confundirte, Laura -vuelvo a insistir-. Tienes que encontrarte a ti
misma, no perder el impulso de defensa y levantar el vuelo.
--Ya
no puedo hacer nada en ese mundo porque mi motorcito se apagó. Es como quedarse
sin alas, ¿entiendes? Solamente amando tiene sentido la vida. Allí nadie vendrá
a perturbar mi quietud, ni crujirá impaciente la puerta, ni una risa que grite
distraerá mi pensamiento. Sin embargo, sé muy bien lo que quiero: ser yo misma.
Quiero gozar el amor, compartir la euforia de estar viva, que me permitan pasar
por la difícil prueba de la convivencia, experimentar la serenidad de mirar
algo juntos olvidando, por un momento, de mirarnos uno al otro. Así de fácil
resultaría hacerme completamente feliz. Poder refugiarme en unos cálidos
brazos, dormirme sobre un pecho acogedor, palpitante de deseo, sobre un corazón
enamorado, con sigilo, y no apartar mi cabeza de él hasta que me despierten sus
latidos. Negar la existencia del mundo en un placentero orgasmo, negarme a mí
misma mientras unos labios me roban las tristezas y las soledades de la vida. Me
falta compartir. Compartir la ancha cama de los matrimonios. Compartir unas
manos, el calor de las horas y de la muerte, compartir hasta la tristeza de que
se acaba todo. Y compartir los besos, sin prisa, como el allanamiento de una
morada, como el embargo judicial de una voluntad. Voltearé el rostro hacia lo
que me ha desamparado sin irse, introduciéndome en la sombra fría de los
desvanes. Lo espero, porque la vida, a pesar de ser la antesala gozosa de la
muerte, no es cicatera. Aquí enterraré entre volutas de humo todo lo
provisional de mi vida pasada, ese sentimiento, que mantiene en suspenso la
esperanza de un cambio inminente que pase de ser espectadora de cada instante a
protagonista. Pero he perdido las alas y ahora no puedo levantar el vuelo.
Definitivamente
mi amiga no quiere volver a la realidad de este mundo, dice que se ha quedado
sin alas, y hasta es posible que sea verdad. Rememoro las mares transparentes,
los peces irisados en lonjas vocingleras, las gaviotas unánimes, las mantas
cobijando dos cuerpos cálidos, los viajes en los que el amor fue el vehículo
pródigo y despilfarrador, la calzada y la ruta, la luna grande y cenicienta de
otoño colgando de un cielo impoluto, el verde amanecer sin lógica y sin
generosidad que no se termina, la sonrisa que parecía detener la luz, las
promesas formuladas bajo la palidez cómplice de la luz del lucero del alba, y
las sin formular que nunca recibieron completo cumplimiento…
Corto mis
meditaciones y salgo de la habitación. Busco un médico para saber el estado de
aquella mujer indefensa, su capacidad de reacción ante la crisis. Cuando lo
encuentro me dice que Laura cree haber muerto y estar en una especie de reducto
hecho sólo para ella, donde nadie más tiene cabida y del que es muy difícil
sacarla.
--¿No hay
esperanza entonces? -pregunto.
--Su mecanismo
de defensa la impulsa a la fantasía, trata de mantener en su inconsciente todas
aquellas imágenes consideradas como incompatibles con su mundo de valores.
De seguro que
en Laura continuarán permaneciendo activas sus íntimas imágenes por mucho
tiempo. Sin embargo hay esperanzas que regrese en cualquier momento a la
realidad y vuelva a ver el mundo tan hermoso como es. Cuando eso ocurra, es
posible que todo sea para ella como antes, y pueda nuevamente levantar el
vuelo. Si esto sucede yo estaré a su lado. Sí, decididamente lo estaré, no por
lástima, la esperaré únicamente porque Laura necesita amorosidad, ternura y algo
de cariño para poder continuar en este mundo del que ha huido. Ha condicionado
su libertad a un pasado íntimo, propio y cerrado en el que sólo cabe ella,
nadie más. Y es ese pensamiento el que me golpea el cerebro una y otra vez
hasta producirme un intenso dolor en el corazón.