LOS SUEÑOS DIFUSOS
(Fragmento)
Fue una apacible
madrugada de agosto, cuando comenzaba a iniciarse la segunda mitad del pasado
siglo, en una casita humilde apenas remozada frente a la Ermita de Santa Ana y al lado del pozo de agua fresca, entre
penumbras, sábanas usadas y aromas de incienso, donde nació Pedro Villanueva. Era una de esas
madrugadas de gris plomizo y canícula estival, casi sin luna, en la que la
tenue luz de las estrellas formaban sombras fantasmales de cada peñasco, de
cada matojo, de cada árbol. Ese día el alba descorría lenta el telón lechoso
para dar paso a un amanecer limpio con suaves luces celestes. Paulatinamente comenzó
a brotar un leve concierto de picos trinosos, de instrumentos animales,
cadenciosos y sonoros, convirtiendo las sombras espectrales en un espléndido
espectáculo resplandeciente, jubiloso y lleno de vida.
Para Amparo y Juan
Manuel aquel era su tercer hijo. Engendrado premeditadamente pero con la
esperanza que fuese una niña. No ocurrió así. Pedro pasa sus primeros años
jugando y correteando las calles del pueblo, saltando y dando volteretas sobre
los bancos de piedra del patio grande de la Iglesia de Nuestra Señora de las
Huertas. El mundo
continúa para él con su incansable devenir, sin pausa, sin excusas. Su padre es campesino. Tuvo la desdicha de verse
envuelto en una cruenta guerra entre hermanos, de sufrir por ello penalidades y
persecuciones. Se jugó la vida mil veces para defender los ideales de otros,
sufrió exilios en campos de concentración, pasó hambre y sed, pero al finalizar
aquel sinsentido volvió a casa y continuó siendo campesino.
¿Dónde está el
sentido de la vida? Se ha preguntado demasiadas veces Juan Manuel. En cada ser
humano están todos los seres humanos; sus desencantos y sus ambiciones, su
exaltación y su fracaso. Él parece que se ha salido del campo de batalla. Y es
que la vida del hombre se puede resumir en un reloj y un camino. Breve
meditación sencilla. Un tic tac ininterrumpido y una senda que le debe llevar a
su propia realización. Pero esa senda no es fácil y con frecuencia, el hombre,
inopinadamente, se suele perder en un vórtice de egoísmos, ambiciones o
circunstancias condicionantes que lo arrastran, fatalmente, a una amarga
sensación de vacío y frustración. Y así va Juan Manuel caminando con su pasado
a cuestas hacia un futuro incierto. La búsqueda de un sentido a su vida y el
misterio ineluctable de la muerte lo llenan de soledad y angustia, al tiempo
que la esperanza por una vida mejor, la ilusión y el amor de Amparo, alivian su
tragedia.
Pero Pedro está
ajeno, por ahora, a las miserias y humillaciones que su padre sufre para poder
sobrevivir y alimentar a sus hijos. El mundo del niño está en los juegos,
alrededor del pozo de la plaza de Santa Ana, donde las mujeres hacen cola para
llenar sus cubos y cántaros que sostienen hábilmente en el cuadril. O los
arrieros sudorosos, vara de adelfa atravesada en la negra faja, cual tosco
sable, que detienen su recua frente al kiosco de La Paloma a beber una copa de
aguardiente mientras en el pilón de la fuente abrevan los burros y el perro.
Pedro ve a su padre a
temprana hora con gesto adusto bajar la calle empedrada en dirección a los
campos cercanos. La azada al hombro, rostro oscuro perlado del sudor por el
fuego del sol que ha curtido sus años. El pelo entrecano y la mirada triste,
baja despacio. Y cuando el reloj del Ayuntamiento da las campanadas limpias
marcando el mediodía cuyo tañido se desparrama por el pueblo y cae sobre los
campos, Pedro regresa a su casa, a su nueva casa en el Prado, también vieja
casa destartalada, con techo de vigas de madera y ladrillo y rústicas paredes
encaladas. Polícroma alegría del patio empedrado, con arriates y macetas
coloristas, los geranios, el rosal, el jazmín, la parra grande que da sombra
fresca en verano y doradas uvas a su debido tiempo.
Pero, ¿cómo es la
madre de Pedro? Amparo es la casa, el acomodo, el calor del hogar, como Juan
Manuel, el padre, es el sudor del campo, el sufrimiento de una vida maltratada.
No se asemejan los esposos. Cada uno aparece dibujado en distinta cara de la
moneda matrimonial que, sin embargo, o precisamente por eso, rueda tranquila
por los trabajos y los días sonando a cosa de Ley sin alteraciones en su
cotización.
El niño Pedro apenas
se parece a sus otros hermanos, Juan y Fernando. Ha salido al padre en lo
físico y en lo otro. Es prematuramente serio, precozmente imbuido de su propia
timidez pero juicioso y bonachón. Los recuerdos que de su infancia tiene,
puestos en imágenes, apenas podrían constituir unos cuantos minutos de
película. Con sus padres y hermanos recorre los campos andaluces en las
difíciles tareas del campo. Son largas temporadas en cortijos mandados por
señoritos orgullosos, compartiendo con otras familias el devenir de cada día,
los fríos inviernos y los secos y crudos veranos. Cuando
su padre, al caer la noche, coloca cerca de la llama sus manos nervudas de
largos dedos junto al fuego de una hoguera de leña, le hacen ver a Pedro la
cruda realidad de aquella vida errante, tan distinta de la que él ha deseado
desde niño.
Ahora,
pasados los años, cuando regresa al pueblo cada quince de agosto para vitorear
a la Virgen de Las Huertas, intenta retener el tiempo devorando tardes
crepusculares en calle Mesones, o paseando por el Prado cuando el bullicio se
amansa y aligera. Se acerca a la que fue su casa en El Prado. Ante la puerta se
siente cansado de repente, los recuerdos son demasiado pesados; muerte,
abandono, olvido…
--Hola,
¿eres Pedro?
La voz
sonó a sus espaldas. Se volvió y encontró los ojos de una mujer fijos en él.
Era alta, de estilizada figura a pesar de la edad, de pelo níveo y vestida de
negro.
--Sí -le
respondió.
--Lo
supe desde el momento en que te vi. Me dije: es Pedro, el pintor, que vuelve a
casa. Pero a lo mejor no me recuerdas, hace tanto tiempo… Soy Adoración. A mí me gustaban las flores
tanto como a tu madre. Sin ella la casa ya no es la misma. Se habrá secado la
yedra y la madreselva; de seguro no florecerán puntuales las glicinas ni las
mimosas, ni los geranios ni los rosales abrirán a su debido tiempo. Lo sé
porque el olor del jazmín desapareció. Y la parra habrá secado también su
sarmentoso tronco. Sin tu madre nada es igual, ni siquiera la casa...
El razonamiento de aquella mujer azotó sus sentidos. Vuelve a añorar
colores, sonidos y aromas, el verdear de la campiña y el olor a tierra húmeda. Hoy
las hojas nuevas tapizan de verde los árboles de plazas y calles. Simula
perderse, como cuando niño, entre los naranjos de la plaza de la Iglesia, o por
los desgastados escalones de la ermita de Santa Ana, justo al lado del pozo
casi centenario de agua fresca donde nació a que llegue la noche para sentir un
pellizco en el alma y pedir perdón a sus seres queridos por si se pierde y no
regresa…
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