LA MUJER DE CRISTAL
Clementina Muriel hace años que dejó atrás los cincuenta, y sólo ella sabe
los motivos que la han llevado, a su edad, a ejercer la prostitución en las
calles más lúgubres de la ciudad. Aunque es fácil de imaginar sin mucho
esfuerzo. En su rostro aparecen dibujados el abandono, desempleo,
desesperación, carga familiar demasiado grande, desequilibrio, miedo, violencia
conyugal, drogadicción, alcoholismo, juego... Todas las soledades impuestas.
Desde luego, en una hipotética lista de actividades atribuibles a esta mujer,
la prostitución, sin lugar a dudas, ocuparía el último lugar.
Cuando está en la carretera, aguantando el frío o el calor, tres bolsas la
acompañan siempre. Están llenas no se sabe muy bien de qué. Más que a clientes,
parece que espera el último autobús de regreso a casa. Es muy posible que todo
el patrimonio de Clementina Muriel se encuentre contenido en esas tres bolsas.
Poco más debe de tener esta mujer, que parece esquivar malamente tanta soledad,
tanta oscuridad, tanto miedo... Seguramente, si sumásemos todas sus
pertenencias, en lugar de llegar a un todo, se llegaría a un nada.
Tampoco esperará que le den un premio por lo que hace. Para ella el premio
es su tarifa. Aproximadamente, sobre los veinte euros el completo, pero dadas
las circunstancias y las notables diferencias respecto a la competencia, no
sería de extrañar que cierre el trato por una cantidad irrisoria. El único
parecido que mantiene con sus compañeras de la calle oscura y maloliente, es la
necesidad de dinero. Confieso que no pude evitar sonreír la primera vez que la
vi. Pensé que había de estar muy desesperado aquel que detuviese el coche para
preguntarle algo distinto a si se le podía ayudar. Con todo, alguna vez que
otra, se le ha visto cargando sus bolsas y subirse al coche con una sonrisa
fingida, mientras se desabrochaba un poco más el escote.
Desgraciadamente, la historia de Clementina Muriel no queda sólo en eso.
Además de aguantar a clientes, entre los que de seguro figurarán borrachos,
violentos, enganchados o desequilibrados mentales, también tiene que cuidarse
de esquivar a imbéciles, que le dedican insultos por su desgracia, una pequeña
diversión mientras van camino de la sauna-club pensando en lo guapos que van a
quedar ante las chicas, apoyados en la barra del bar, el «Ballantine con
Coca-Cola», el encendedor dorado y el paquete de «Marlboro del 04».
Pero sólo Clementina sabe los motivos que la han llevado,
a su edad, a ejercer la prostitución en las calles más lúgubres de la ciudad.
Sea cuales fueren sus razones, no es nada agradable, ni seguro, estar en la
calle de noche, sola, a oscuras, esperando al cliente del que nunca sabrá sus
verdaderas intenciones, hasta que vuelva a descargar sus bolsas al borde de la
carretera después de haber terminado el servido.
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