jueves, 27 de diciembre de 2007


ZAIDA 


El tren avanzaba despacio, meciéndose ligeramente cuando las traviesas de madera que mantenían sujetos entre sí a los raíles que formaban la vía férrea sufría algún que otro pronunciado desnivel. Lentamente se adentraba en los caminos intrincados por donde discurría la vía rumbo al norte, entre los verdes montes de la península de Crimea. Desde que abandonara la ciudad de Sebastopol a orillas del mar negro, una espesa vegetación ascendía por las laderas simulando un manto que llegaba hasta muy cerca de las cimas de las montañas, creando a su entorno el imaginario paisaje de una isla tropical. Algunas grises nubecillas formadas por el calor del mediodía se posaban, como temerosas, sobre los elevados picachos de la cordillera, arrastradas acaso por la débil brisa que soplaba del norte.
Hacia el este, algunos kilómetros más abajo y libre de la neblina, podía apreciarse nítidamente la costa de Yalta. En uno de los picachos de roca que se adentraban en el mar, y formando una bella fortaleza sobre la cumbre más alta, se erguía majestuoso el castillo del nido de la Golondrina. Sus almenadas torres parecían vigilar desde lejos la ciudad. Más arriba, entre la vegetación que crecía paralela a los árboles de tupidas hojas, cubiertos de verde muérdago sus troncos y sus ramas. Allí, entre ese paisaje exuberante se levantaban, multicolores a veces, los tejados de las numerosas dachas, de los balnearios y las casas de recreo de que pudieron disfrutar en el pasado algunos privilegiados políticos, los que habían conseguido un cupo en el turno de vacaciones en su empresa por comportamiento modélico en el plan, y también, quienes por motivos de salud necesitaban pasar una temporada en este clima benigno.
Desde el cabo Rarich en el sur hasta el cabo Meganom al norte e incluso más allá, los interminables kilómetros de playas estaban protegidos por los fríos vientos polares y por la barrera natural que formaban los altos montes de Crimea. Tal vez por eso allí la vegetación era más abundante y copiosa todavía y el agua de sus playas menos salada que la del mediterráneo. Es toda una injusticia llamar negro al mar que baña las costas de la península. En realidad el azul de sus aguas no tiene nada que envidiar al de la costa de Cannes. Aquí florecen los almendros y en los árboles maduran melocotones rosados cuando en las estepas de Ucrania y Rusia todavía hay que moverse en trineo abrigado con pieles y contando con que en cualquier momento puede descargar otra tormenta de nieve.
La tarde comenzó a declinar rápidamente. Hacía más de una hora que el tren salió de Sebastopol y a pesar de haber dejado a su derecha los escarpados montes y adentrado en una corta llanura, no pareció cambiar de velocidad. Se podría ir más rápido, desde luego, pero el maquinista pensaría que cometería con ello un delito de lesa majestad al paisaje. Además, el olor a campo mezclado con el aroma de las flores, produce una sensación de sana embriaguez que de otro modo no se podría percibir. Sin embargo, con aquella marcha, aún debería recorrer casi la mitad del trayecto que le separaba de Bajchisarai, la próxima ciudad en su camino.
Se acercaba la caída de la noche y en los compartimentos del convoy ferroviario muchos de los viajeros, sudorosos obreros, dormitaban. Había otros que vestidos con elegancia y portando voluminoso equipaje, eran sin duda pasajeros de largo recorrido con destino en Dzhankoi o tal vez Jarkov, la segunda gran metrópoli de Ucrania. Pero una mayoría se trataba, por su aspecto rudo y cansado, de trabajadores que regresaban a casa después de toda una semana de duras labores en los puertos, en la marina o en  los astilleros de la industria bélica de Sebastopol. Otros, sin embargo, dedicaban su tiempo a contemplar el paisaje embriagándose de aquel olor a campo, del penetrante aroma de las flores de una primavera que podía presentirse ya cercana y que arrastraba la suave brisa del norte.
Los habitantes de Crimea son, en su mayor parte, eslavos de origen ruso y no conservan rasgo alguno de los primitivos tártaros que vivieron en la península. Ni siquiera su lengua, porque se habla prácticamente ruso en la ciudad. Los tártaros en Crimea han acabado por ser víctimas de la historia, como los pieles rojas en Arizona o Nuevo México. Sin embargo, el hombre que permanecía junto a la puerta de salida del último vagón, sí podía considerarse perfectamente como prototipo de la raza deportada por Stalin. Sobrepasaría los treinta y cinco años, de pelo negro como la noche, ojos oscuros y mirada perdida en el rojizo sol que poco tardaría en ocultarse, cejas pequeñas y nariz alargada, cara rectangular de abundante bello y cuerpo fornido, con vestimenta limpia y elegante. A primera vista podía apreciarse que no pertenecía al grupo de obreros portuarios ni a los trabajadores de los astilleros. Tampoco era un viajero de largo recorrido, pues no parecía llevar equipaje de ningún tipo. Absorto en el paisaje y en sus pensamientos apenas prestaba atención a lo que ocurría a su derredor. Los cenicientos rayos del postrero sol iluminaban su rostro cuando, atravesando por entre los troncos de algunos árboles, se atrevían a llegar hasta la ventanilla del tren tras la que él estaba.
La locomotora emitió un prolongado silbido anunciando a los pasajeros la pronta entrada en la estación de Bajchisarai. Fue entonces cuando el hombre fornido de rasgos tártaros pareció recobrar su sentido lógico. Comenzó a moverse cambiando la posición que había mantenido durante interminables minutos. Miró con interés el reloj que pendía de una de sus muñecas, luego a través de la ventanilla, como intentando adivinar por el paisaje que se mostraba ante él en qué parte del trayecto se encontraba. Era evidente ahora la viveza de su rostro y la seguridad de sus movimientos, que denotaban bien a las claras la puesta en práctica de una idea preconcebida.

El tren aceleró ligeramente su velocidad como intentando recuperar parte del tiempo perdido en la subida. Parecía querer llegar cuanto antes a su destino y se adentró nuevamente por entre los últimos picachos de los montes, tras los cuales se divisaría muy pronto la ciudad. Fue como un aviso. El viajero se dirigió entonces hacia la portezuela del vagón de cola. Con mano decidida giró el pestillo que la mantenía cerrada, tiró con fuerza hacia él y la abrió. Bajo sus pies, moviéndose a velocidad de vértigo, apareció el pronunciado acantilado. Pero el hombre apenas se inmutó al contemplar el vacío. Miró luego hacia el largo pasillo que continuaba desierto, como temeroso de ser descubierto en una travesura. Nadie se había movido todavía de sus asientos, lo que pareció satisfacerle. Con un gesto premeditado giró el cuerpo hasta quedar de espaldas a la salida, se cogió fuertemente a los asideros exteriores de ambos lados de la puerta que servía para subir e hizo un gesto de bajar. Era lógico pensar que si lo hacía con el tren en marcha con toda seguridad acabaría despeñado en el acantilado.


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