ZAIDA
El tren avanzaba
despacio, meciéndose ligeramente cuando las traviesas de madera que mantenían
sujetos entre sí a los raíles que formaban la vía férrea sufría algún que otro
pronunciado desnivel. Lentamente se adentraba en los caminos intrincados por
donde discurría la vía rumbo al norte, entre los verdes montes de la península
de Crimea. Desde que abandonara la ciudad de Sebastopol a orillas del mar
negro, una espesa vegetación ascendía por las laderas simulando un manto que
llegaba hasta muy cerca de las cimas de las montañas, creando a su entorno el
imaginario paisaje de una isla tropical. Algunas grises nubecillas formadas por
el calor del mediodía se posaban, como temerosas, sobre los elevados picachos
de la cordillera, arrastradas acaso por la débil brisa que soplaba del norte.
Hacia el este,
algunos kilómetros más abajo y libre de la neblina, podía apreciarse
nítidamente la costa de Yalta. En uno de los picachos de roca que se adentraban
en el mar, y formando una bella fortaleza sobre la cumbre más alta, se erguía
majestuoso el castillo del nido de la Golondrina. Sus almenadas torres parecían
vigilar desde lejos la ciudad. Más arriba, entre la vegetación que crecía
paralela a los árboles de tupidas hojas, cubiertos de verde muérdago sus
troncos y sus ramas. Allí, entre ese paisaje exuberante se levantaban,
multicolores a veces, los tejados de las numerosas dachas, de los balnearios y
las casas de recreo de que pudieron disfrutar en el pasado algunos
privilegiados políticos, los que habían conseguido un cupo en el turno de
vacaciones en su empresa por comportamiento modélico en el plan, y también,
quienes por motivos de salud necesitaban pasar una temporada en este clima
benigno.
Desde el cabo Rarich
en el sur hasta el cabo Meganom al norte e incluso más allá, los interminables
kilómetros de playas estaban protegidos por los fríos vientos polares y por la
barrera natural que formaban los altos montes de Crimea. Tal vez por eso allí
la vegetación era más abundante y copiosa todavía y el agua de sus playas menos
salada que la del mediterráneo. Es toda una injusticia llamar negro al mar que
baña las costas de la península. En realidad el azul de sus aguas no tiene nada
que envidiar al de la costa de Cannes. Aquí florecen los almendros y en los
árboles maduran melocotones rosados cuando en las estepas de Ucrania y Rusia
todavía hay que moverse en trineo abrigado con pieles y contando con que en
cualquier momento puede descargar otra tormenta de nieve.
La tarde comenzó a
declinar rápidamente. Hacía más de una hora que el tren salió de Sebastopol y a
pesar de haber dejado a su derecha los escarpados montes y adentrado en una
corta llanura, no pareció cambiar de velocidad. Se podría ir más rápido, desde
luego, pero el maquinista pensaría que cometería con ello un delito de lesa
majestad al paisaje. Además, el olor a campo mezclado con el aroma de las
flores, produce una sensación de sana embriaguez que de otro modo no se podría
percibir. Sin embargo, con aquella marcha, aún debería recorrer casi la mitad
del trayecto que le separaba de Bajchisarai, la próxima ciudad en su camino.
Se acercaba la caída
de la noche y en los compartimentos del convoy ferroviario muchos de los
viajeros, sudorosos obreros, dormitaban. Había otros que vestidos con elegancia
y portando voluminoso equipaje, eran sin duda pasajeros de largo recorrido con
destino en Dzhankoi o tal vez Jarkov, la segunda gran metrópoli de Ucrania.
Pero una mayoría se trataba, por su aspecto rudo y cansado, de trabajadores que
regresaban a casa después de toda una semana de duras labores en los puertos,
en la marina o en los astilleros de la
industria bélica de Sebastopol. Otros, sin embargo, dedicaban su tiempo a contemplar
el paisaje embriagándose de aquel olor a campo, del penetrante aroma de las
flores de una primavera que podía presentirse ya cercana y que arrastraba la
suave brisa del norte.
Los habitantes de
Crimea son, en su mayor parte, eslavos de origen ruso y no conservan rasgo
alguno de los primitivos tártaros que vivieron en la península. Ni siquiera su
lengua, porque se habla prácticamente ruso en la ciudad. Los tártaros en Crimea
han acabado por ser víctimas de la historia, como los pieles rojas en Arizona o
Nuevo México. Sin embargo, el hombre que permanecía junto a la puerta de salida
del último vagón, sí podía considerarse perfectamente como prototipo de la raza
deportada por Stalin. Sobrepasaría los treinta y cinco años, de pelo negro como
la noche, ojos oscuros y mirada perdida en el rojizo sol que poco tardaría en
ocultarse, cejas pequeñas y nariz alargada, cara rectangular de abundante bello
y cuerpo fornido, con vestimenta limpia y elegante. A primera vista podía
apreciarse que no pertenecía al grupo de obreros portuarios ni a los
trabajadores de los astilleros. Tampoco era un viajero de largo recorrido, pues
no parecía llevar equipaje de ningún tipo. Absorto en el paisaje y en sus
pensamientos apenas prestaba atención a lo que ocurría a su derredor. Los
cenicientos rayos del postrero sol iluminaban su rostro cuando, atravesando por
entre los troncos de algunos árboles, se atrevían a llegar hasta la ventanilla
del tren tras la que él estaba.
La locomotora emitió
un prolongado silbido anunciando a los pasajeros la pronta entrada en la
estación de Bajchisarai. Fue entonces cuando el hombre fornido de rasgos
tártaros pareció recobrar su sentido lógico. Comenzó a moverse cambiando la
posición que había mantenido durante interminables minutos. Miró con interés el
reloj que pendía de una de sus muñecas, luego a través de la ventanilla, como
intentando adivinar por el paisaje que se mostraba ante él en qué parte del
trayecto se encontraba. Era evidente ahora la viveza de su rostro y la seguridad
de sus movimientos, que denotaban bien a las claras la puesta en práctica de
una idea preconcebida.
El tren aceleró
ligeramente su velocidad como intentando recuperar parte del tiempo perdido en
la subida. Parecía querer llegar cuanto antes a su destino y se adentró
nuevamente por entre los últimos picachos de los montes, tras los cuales se
divisaría muy pronto la ciudad. Fue como un aviso. El viajero se dirigió
entonces hacia la portezuela del vagón de cola. Con mano decidida giró el
pestillo que la mantenía cerrada, tiró con fuerza hacia él y la abrió. Bajo sus
pies, moviéndose a velocidad de vértigo, apareció el pronunciado acantilado.
Pero el hombre apenas se inmutó al contemplar el vacío. Miró luego hacia el
largo pasillo que continuaba desierto, como temeroso de ser descubierto en una
travesura. Nadie se había movido todavía de sus asientos, lo que pareció satisfacerle.
Con un gesto premeditado giró el cuerpo hasta quedar de espaldas a la salida,
se cogió fuertemente a los asideros exteriores de ambos lados de la puerta que
servía para subir e hizo un gesto de bajar. Era lógico pensar que si lo hacía
con el tren en marcha con toda seguridad acabaría despeñado en el acantilado.
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