jueves, 27 de diciembre de 2007


ZAIDA 


El tren avanzaba despacio, meciéndose ligeramente cuando las traviesas de madera que mantenían sujetos entre sí a los raíles que formaban la vía férrea sufría algún que otro pronunciado desnivel. Lentamente se adentraba en los caminos intrincados por donde discurría la vía rumbo al norte, entre los verdes montes de la península de Crimea. Desde que abandonara la ciudad de Sebastopol a orillas del mar negro, una espesa vegetación ascendía por las laderas simulando un manto que llegaba hasta muy cerca de las cimas de las montañas, creando a su entorno el imaginario paisaje de una isla tropical. Algunas grises nubecillas formadas por el calor del mediodía se posaban, como temerosas, sobre los elevados picachos de la cordillera, arrastradas acaso por la débil brisa que soplaba del norte.
Hacia el este, algunos kilómetros más abajo y libre de la neblina, podía apreciarse nítidamente la costa de Yalta. En uno de los picachos de roca que se adentraban en el mar, y formando una bella fortaleza sobre la cumbre más alta, se erguía majestuoso el castillo del nido de la Golondrina. Sus almenadas torres parecían vigilar desde lejos la ciudad. Más arriba, entre la vegetación que crecía paralela a los árboles de tupidas hojas, cubiertos de verde muérdago sus troncos y sus ramas. Allí, entre ese paisaje exuberante se levantaban, multicolores a veces, los tejados de las numerosas dachas, de los balnearios y las casas de recreo de que pudieron disfrutar en el pasado algunos privilegiados políticos, los que habían conseguido un cupo en el turno de vacaciones en su empresa por comportamiento modélico en el plan, y también, quienes por motivos de salud necesitaban pasar una temporada en este clima benigno.
Desde el cabo Rarich en el sur hasta el cabo Meganom al norte e incluso más allá, los interminables kilómetros de playas estaban protegidos por los fríos vientos polares y por la barrera natural que formaban los altos montes de Crimea. Tal vez por eso allí la vegetación era más abundante y copiosa todavía y el agua de sus playas menos salada que la del mediterráneo. Es toda una injusticia llamar negro al mar que baña las costas de la península. En realidad el azul de sus aguas no tiene nada que envidiar al de la costa de Cannes. Aquí florecen los almendros y en los árboles maduran melocotones rosados cuando en las estepas de Ucrania y Rusia todavía hay que moverse en trineo abrigado con pieles y contando con que en cualquier momento puede descargar otra tormenta de nieve.
La tarde comenzó a declinar rápidamente. Hacía más de una hora que el tren salió de Sebastopol y a pesar de haber dejado a su derecha los escarpados montes y adentrado en una corta llanura, no pareció cambiar de velocidad. Se podría ir más rápido, desde luego, pero el maquinista pensaría que cometería con ello un delito de lesa majestad al paisaje. Además, el olor a campo mezclado con el aroma de las flores, produce una sensación de sana embriaguez que de otro modo no se podría percibir. Sin embargo, con aquella marcha, aún debería recorrer casi la mitad del trayecto que le separaba de Bajchisarai, la próxima ciudad en su camino.
Se acercaba la caída de la noche y en los compartimentos del convoy ferroviario muchos de los viajeros, sudorosos obreros, dormitaban. Había otros que vestidos con elegancia y portando voluminoso equipaje, eran sin duda pasajeros de largo recorrido con destino en Dzhankoi o tal vez Jarkov, la segunda gran metrópoli de Ucrania. Pero una mayoría se trataba, por su aspecto rudo y cansado, de trabajadores que regresaban a casa después de toda una semana de duras labores en los puertos, en la marina o en  los astilleros de la industria bélica de Sebastopol. Otros, sin embargo, dedicaban su tiempo a contemplar el paisaje embriagándose de aquel olor a campo, del penetrante aroma de las flores de una primavera que podía presentirse ya cercana y que arrastraba la suave brisa del norte.
Los habitantes de Crimea son, en su mayor parte, eslavos de origen ruso y no conservan rasgo alguno de los primitivos tártaros que vivieron en la península. Ni siquiera su lengua, porque se habla prácticamente ruso en la ciudad. Los tártaros en Crimea han acabado por ser víctimas de la historia, como los pieles rojas en Arizona o Nuevo México. Sin embargo, el hombre que permanecía junto a la puerta de salida del último vagón, sí podía considerarse perfectamente como prototipo de la raza deportada por Stalin. Sobrepasaría los treinta y cinco años, de pelo negro como la noche, ojos oscuros y mirada perdida en el rojizo sol que poco tardaría en ocultarse, cejas pequeñas y nariz alargada, cara rectangular de abundante bello y cuerpo fornido, con vestimenta limpia y elegante. A primera vista podía apreciarse que no pertenecía al grupo de obreros portuarios ni a los trabajadores de los astilleros. Tampoco era un viajero de largo recorrido, pues no parecía llevar equipaje de ningún tipo. Absorto en el paisaje y en sus pensamientos apenas prestaba atención a lo que ocurría a su derredor. Los cenicientos rayos del postrero sol iluminaban su rostro cuando, atravesando por entre los troncos de algunos árboles, se atrevían a llegar hasta la ventanilla del tren tras la que él estaba.
La locomotora emitió un prolongado silbido anunciando a los pasajeros la pronta entrada en la estación de Bajchisarai. Fue entonces cuando el hombre fornido de rasgos tártaros pareció recobrar su sentido lógico. Comenzó a moverse cambiando la posición que había mantenido durante interminables minutos. Miró con interés el reloj que pendía de una de sus muñecas, luego a través de la ventanilla, como intentando adivinar por el paisaje que se mostraba ante él en qué parte del trayecto se encontraba. Era evidente ahora la viveza de su rostro y la seguridad de sus movimientos, que denotaban bien a las claras la puesta en práctica de una idea preconcebida.

El tren aceleró ligeramente su velocidad como intentando recuperar parte del tiempo perdido en la subida. Parecía querer llegar cuanto antes a su destino y se adentró nuevamente por entre los últimos picachos de los montes, tras los cuales se divisaría muy pronto la ciudad. Fue como un aviso. El viajero se dirigió entonces hacia la portezuela del vagón de cola. Con mano decidida giró el pestillo que la mantenía cerrada, tiró con fuerza hacia él y la abrió. Bajo sus pies, moviéndose a velocidad de vértigo, apareció el pronunciado acantilado. Pero el hombre apenas se inmutó al contemplar el vacío. Miró luego hacia el largo pasillo que continuaba desierto, como temeroso de ser descubierto en una travesura. Nadie se había movido todavía de sus asientos, lo que pareció satisfacerle. Con un gesto premeditado giró el cuerpo hasta quedar de espaldas a la salida, se cogió fuertemente a los asideros exteriores de ambos lados de la puerta que servía para subir e hizo un gesto de bajar. Era lógico pensar que si lo hacía con el tren en marcha con toda seguridad acabaría despeñado en el acantilado.


martes, 25 de diciembre de 2007




CLETA SEGADE


Cleta Segade nació en Calvos de Socamiño, un pueblecito a orillas del Río Ulla. Había crecido huérfana de atractivos. Fue la única mujer cuyos dieciséis años fueron tan feos como sus veinte. Vivía con sus padres en la placita Mayor del pueblo, en una casa cuyas enredaderas trepaban cuajadas de flores hasta su ventana. Un día llegó al pueblo Tello Treviño, un ventrílocuo asturiano de Pola de Siero, que estaba de gira artística, y se enamoró perdidamente de Cleta. Una noche fue a cantar bajo su ventana. Ella la cerró, pero Tello siguió cantando a cuatro voces hasta enronquecer con tres de ellas. Cuando terminó, le dijo:
--Te amo, eres mi vida y todo lo que tengo.
--Cosa más rara… Soy fea.
--Me casaré contigo -le dijo para convencerla-. Haremos el viaje en barco y nos casaremos en alta mar.
Cleta cedió. Ella lo que quería era casarse. Huirían al sur, en el primer barco que zarpaba a las nueve de la mañana del puerto de Vigo. En su huida pasaron ante la Iglesia de Santiago el Mayor. Cleta dijo que debían casarse allí y no en el barco. Tello dijo que lo romántico era casarse en alta mar, como los grandes apasionados. A las nueve y diez Cleta cedió. Corrieron hacia el muelle cuando el barco estaba a punto de zarpar. Los marineros les dijeron que subieran enseguida. Cleta dijo que ella no embarcaba sin pasaje, no era de esas. Tello tiraba de ella. Cleta insistía que no se metía en el barco sin billete.

En aquel momento crítico, una pasajera joven, muy rubia, con unos dientes como perlas y dos buenas razones a la vista, se echó a reír. Tello Treviño oyó la risa y volvió la mirada hacia la joven. Al fin y al cabo él lo que quería era casarse en alta mar, y aquella belleza rubia reunía más cualidades que su novia. Por eso Cleta Segade se quedó soltera, por no querer embarcar sin billete…





sábado, 22 de diciembre de 2007




LA MUJER DE CRISTAL


Clementina Muriel hace años que dejó atrás los cincuenta, y sólo ella sabe los motivos que la han llevado, a su edad, a ejercer la prostitución en las calles más lúgubres de la ciudad. Aunque es fácil de imaginar sin mucho esfuerzo. En su rostro aparecen dibujados el abandono, desempleo, desesperación, carga familiar demasiado grande, desequilibrio, miedo, violencia conyugal, drogadicción, alcoholismo, juego... Todas las soledades impuestas. Desde luego, en una hipotética lista de actividades atribuibles a esta mujer, la prostitución, sin lugar a dudas, ocuparía el último lugar.
Cuando está en la carretera, aguantando el frío o el calor, tres bolsas la acompañan siempre. Están llenas no se sabe muy bien de qué. Más que a clientes, parece que espera el último autobús de regreso a casa. Es muy posible que todo el patrimonio de Clementina Muriel se encuentre contenido en esas tres bolsas. Poco más debe de tener esta mujer, que parece esquivar malamente tanta soledad, tanta oscuridad, tanto miedo... Seguramente, si sumásemos todas sus pertenencias, en lugar de llegar a un todo, se llegaría a un nada.
Tampoco esperará que le den un premio por lo que hace. Para ella el premio es su tarifa. Aproximadamente, sobre los veinte euros el completo, pero dadas las circunstancias y las notables diferencias respecto a la competencia, no sería de extrañar que cierre el trato por una cantidad irrisoria. El único parecido que mantiene con sus compañeras de la calle oscura y maloliente, es la necesidad de dinero. Confieso que no pude evitar sonreír la primera vez que la vi. Pensé que había de estar muy desesperado aquel que detuviese el coche para preguntarle algo distinto a si se le podía ayudar. Con todo, alguna vez que otra, se le ha visto cargando sus bolsas y subirse al coche con una sonrisa fingida, mientras se desabrochaba un poco más el escote.
Desgraciadamente, la historia de Clementina Muriel no queda sólo en eso. Además de aguantar a clientes, entre los que de seguro figurarán borrachos, violentos, enganchados o desequilibrados mentales, también tiene que cuidarse de esquivar a imbéciles, que le dedican insultos por su desgracia, una pequeña diversión mientras van camino de la sauna-club pensando en lo guapos que van a quedar ante las chicas, apoyados en la barra del bar, el «Ballantine con Coca-Cola», el encendedor dorado y el paquete de «Marlboro del 04».
Pero sólo Clementina sabe los motivos que la han llevado, a su edad, a ejercer la prostitución en las calles más lúgubres de la ciudad. Sea cuales fueren sus razones, no es nada agradable, ni seguro, estar en la calle de noche, sola, a oscuras, esperando al cliente del que nunca sabrá sus verdaderas intenciones, hasta que vuelva a descargar sus bolsas al borde de la carretera después de haber terminado el servido.



lunes, 10 de diciembre de 2007


LOS SUEÑOS DIFUSOS 
(Fragmento)

Fue una apacible madrugada de agosto, cuando comenzaba a iniciarse la segunda mitad del pasado siglo, en una casita humilde apenas remozada frente a la Ermita de Santa Ana y al lado del pozo de agua fresca, entre penumbras, sábanas usadas y aromas de incienso, donde nació Pedro Villanueva. Era una de esas madrugadas de gris plomizo y canícula estival, casi sin luna, en la que la tenue luz de las estrellas formaban sombras fantasmales de cada peñasco, de cada matojo, de cada árbol. Ese día el alba descorría lenta el telón lechoso para dar paso a un amanecer limpio con suaves luces celestes. Paulatinamente comenzó a brotar un leve concierto de picos trinosos, de instrumentos animales, cadenciosos y sonoros, convirtiendo las sombras espectrales en un espléndido espectáculo resplandeciente, jubiloso y lleno de vida.
Para Amparo y Juan Manuel aquel era su tercer hijo. Engendrado premeditadamente pero con la esperanza que fuese una niña. No ocurrió así. Pedro pasa sus primeros años jugando y correteando las calles del pueblo, saltando y dando volteretas sobre los bancos de piedra del patio grande de la Iglesia de Nuestra Señora de las Huertas. El mundo continúa para él con su incansable devenir, sin pausa, sin excusas. Su padre es campesino. Tuvo la desdicha de verse envuelto en una cruenta guerra entre hermanos, de sufrir por ello penalidades y persecuciones. Se jugó la vida mil veces para defender los ideales de otros, sufrió exilios en campos de concentración, pasó hambre y sed, pero al finalizar aquel sinsentido volvió a casa y continuó siendo campesino.
¿Dónde está el sentido de la vida? Se ha preguntado demasiadas veces Juan Manuel. En cada ser humano están todos los seres humanos; sus desencantos y sus ambiciones, su exaltación y su fracaso. Él parece que se ha salido del campo de batalla. Y es que la vida del hombre se puede resumir en un reloj y un camino. Breve meditación sencilla. Un tic tac ininterrumpido y una senda que le debe llevar a su propia realización. Pero esa senda no es fácil y con frecuencia, el hombre, inopinadamente, se suele perder en un vórtice de egoísmos, ambiciones o circunstancias condicionantes que lo arrastran, fatalmente, a una amarga sensación de vacío y frustración. Y así va Juan Manuel caminando con su pasado a cuestas hacia un futuro incierto. La búsqueda de un sentido a su vida y el misterio ineluctable de la muerte lo llenan de soledad y angustia, al tiempo que la esperanza por una vida mejor, la ilusión y el amor de Amparo, alivian su tragedia.
Pero Pedro está ajeno, por ahora, a las miserias y humillaciones que su padre sufre para poder sobrevivir y alimentar a sus hijos. El mundo del niño está en los juegos, alrededor del pozo de la plaza de Santa Ana, donde las mujeres hacen cola para llenar sus cubos y cántaros que sostienen hábilmente en el cuadril. O los arrieros sudorosos, vara de adelfa atravesada en la negra faja, cual tosco sable, que detienen su recua frente al kiosco de La Paloma a beber una copa de aguardiente mientras en el pilón de la fuente abrevan los burros y el perro.
Pedro ve a su padre a temprana hora con gesto adusto bajar la calle empedrada en dirección a los campos cercanos. La azada al hombro, rostro oscuro perlado del sudor por el fuego del sol que ha curtido sus años. El pelo entrecano y la mirada triste, baja despacio. Y cuando el reloj del Ayuntamiento da las campanadas limpias marcando el mediodía cuyo tañido se desparrama por el pueblo y cae sobre los campos, Pedro regresa a su casa, a su nueva casa en el Prado, también vieja casa destartalada, con techo de vigas de madera y ladrillo y rústicas paredes encaladas. Polícroma alegría del patio empedrado, con arriates y macetas coloristas, los geranios, el rosal, el jazmín, la parra grande que da sombra fresca en verano y doradas uvas a su debido tiempo.
Pero, ¿cómo es la madre de Pedro? Amparo es la casa, el acomodo, el calor del hogar, como Juan Manuel, el padre, es el sudor del campo, el sufrimiento de una vida maltratada. No se asemejan los esposos. Cada uno aparece dibujado en distinta cara de la moneda matrimonial que, sin embargo, o precisamente por eso, rueda tranquila por los trabajos y los días sonando a cosa de Ley sin alteraciones en su cotización.
El niño Pedro apenas se parece a sus otros hermanos, Juan y Fernando. Ha salido al padre en lo físico y en lo otro. Es prematuramente serio, precozmente imbuido de su propia timidez pero juicioso y bonachón. Los recuerdos que de su infancia tiene, puestos en imágenes, apenas podrían constituir unos cuantos minutos de película. Con sus padres y hermanos recorre los campos andaluces en las difíciles tareas del campo. Son largas temporadas en cortijos mandados por señoritos orgullosos, compartiendo con otras familias el devenir de cada día, los fríos inviernos y los secos y crudos veranos. Cuando su padre, al caer la noche, coloca cerca de la llama sus manos nervudas de largos dedos junto al fuego de una hoguera de leña, le hacen ver a Pedro la cruda realidad de aquella vida errante, tan distinta de la que él ha deseado desde niño.
Ahora, pasados los años, cuando regresa al pueblo cada quince de agosto para vitorear a la Virgen de Las Huertas, intenta retener el tiempo devorando tardes crepusculares en calle Mesones, o paseando por el Prado cuando el bullicio se amansa y aligera. Se acerca a la que fue su casa en El Prado. Ante la puerta se siente cansado de repente, los recuerdos son demasiado pesados; muerte, abandono, olvido…
--Hola, ¿eres Pedro?
La voz sonó a sus espaldas. Se volvió y encontró los ojos de una mujer fijos en él. Era alta, de estilizada figura a pesar de la edad, de pelo níveo y vestida de negro.
--Sí -le respondió.
--Lo supe desde el momento en que te vi. Me dije: es Pedro, el pintor, que vuelve a casa. Pero a lo mejor no me recuerdas, hace tanto tiempo… Soy Adoración. A mí me gustaban las flores tanto como a tu madre. Sin ella la casa ya no es la misma. Se habrá secado la yedra y la madreselva; de seguro no florecerán puntuales las glicinas ni las mimosas, ni los geranios ni los rosales abrirán a su debido tiempo. Lo sé porque el olor del jazmín desapareció. Y la parra habrá secado también su sarmentoso tronco. Sin tu madre nada es igual, ni siquiera la casa...
El razonamiento de aquella mujer azotó sus sentidos. Vuelve a añorar colores, sonidos y aromas, el verdear de la campiña y el olor a tierra húmeda. Hoy las hojas nuevas tapizan de verde los árboles de plazas y calles. Simula perderse, como cuando niño, entre los naranjos de la plaza de la Iglesia, o por los desgastados escalones de la ermita de Santa Ana, justo al lado del pozo casi centenario de agua fresca donde nació a que llegue la noche para sentir un pellizco en el alma y pedir perdón a sus seres queridos por si se pierde y no regresa…




sábado, 8 de diciembre de 2007



PROPENSO A SENTIMIENTOS TIERNOS
(Breve fragmento de mi novela)


Carlos Borromeo Mínguez se tumbó de espaldas sobre la arena de la ribera del río Duero a su paso por Zamora, caldeada por el sol que muy pronto alcanzaría su cénit. Cerró los ojos. A través de los párpados le llegaba a las pupilas la luminosidad del sol castellano y su calor. Era como la vez en que Georgina Bustamante le quiso despertar agitando ante su rostro una tea encendida y luego le echó a los ojos el aliento perfumado de hierbabuena de los campos de Zamora.
Siempre había recordado con emoción aquel momento. Georgina tenía quince años y él diecisiete. Diecisiete años y ninguna preocupación. Bueno sí, tenía una; el amor que sentía por ella. Se lo confesaba continuamente, una y otra vez, pero sin resultado. Georgina siempre lo tomaba a broma y Carlos Borromeo sufría sus indiferencias. Hasta que un día, le dijo:
--Georgina.
--¿Qué?
--¿Tú me quieres?
--No.
--¿Ni siquiera un poco?
--Ni eso.
--¿Es posible que mis requerimientos de amor te sean indiferentes?
--Totalmente.
--¿Y no te importa verme sufrir?
--Ni un ápice…
Y mirándola fijamente, sacó del bolsillo de su pantalón una navaja de descabezar conejos y amenazó con ella:
--Entonces me suicidaré -le dijo-. Sin tu amor la vida no merece la pena.
--Allá tú.
Pero nunca terminaba la amenaza. Por aquellos años Georgina Bustamante tenía los ojos azules, los labios rojos y brillantes, dos hoyuelos en las mejillas cuando sonreía, o sea que los tenía siempre, y un cabello como el oro de las iglesias que caía a raudales sobre sus hombros. Cuando paseaba las tardes de domingo por la Rua de Ramos Carrión, camino del Parque de Mola, orgullosa y satisfecha, había de disfrutar de dos murallas de exclamaciones de asombro y piropos más o menos discretos. Carlos Borromeo no quería abrir los ojos porque así le costaba menos soñar con Georgina. Se acomodó mejor en el duro lecho arenoso y lanzó un gruñido de disgusto al tropezar uno de los huesos de la cadera con la navaja de descabezar conejos. La llevaba encima, que él recordara, desde siempre, para utilizarla en el momento en que la muchacha le abandonara definitivamente y tuviera suficiente valor para abrirla y darle el impulso necesario redondeando así su rápida caída por la escarpada pendiente del desamor…





miércoles, 5 de diciembre de 2007



TENGO LA BOCA AMARGA DE TUS BESOS
Fragmento de mi novela



            Aquella noche debí dormir mal. Otras muchas noches padecí de insomnio, pero no me afectó hasta ese punto. A pesar del somnífero tuve un sueño pesado y sordo. No me hago a la idea de que Francisco de Borja ya no está a mi lado. Por eso quiero dormir para soñar con él, para amar con él cada minuto de mi soledad, para no comprobar que lo he perdido. A lo mejor una mañana le veo regresar, alegre y frágil, cariñoso y sonoro. Se abrirá la puerta y él aparecerá. De mis oídos no se quita el ritmo de sus pasos, ni de mis labios el sabor de sus cálidos besos.
En mi desvelo noto su aliento tibio que se me queda adherido en la nuca, humedeciéndome la espalda. Podía percibir el ritmo pausado de su respiración,  acompasado y agitado a veces con el deseo. Por unos momentos perdí la conciencia de todo lo que no fuera su recuerdo, sus labios tibios, su espalda ancha y poderosa, su rodilla; esa rodilla que al besarme, perseverante, me obligaba a entreabrir las piernas. Finalmente terminé de atravesar la misteriosa región del despertar, esa tierra de nadie que se extiende entre el sueño y la vigilia. Todavía presiento el olor de su cuerpo cálido entre las sábanas, y vuelven a mí las palabras amorosas de despedida que Francisco de Borja me dijera días pasados al oído.
            --Te querré siempre…
            --Te querré siempre -le respondí yo con el pensamiento dolorido.
           Luego, en un duermevela, percibí otra vez su aliento fresco sobre mi aliento apresurado, su mano dulce y delicada sobre mi piel silente deslizándose por las caderas camino del sexo. Alargué la mía, todavía dormida, para acariciar su suave cuerpo, sus cerrados párpados, las comisuras de sus labios, pero no los encontré. Tanteé a ciegas con los ojos cerrados. No estaba a mi lado. Su ausencia me despertó del todo. Encendí la luz. Me senté en la cama y no vi a nadie. Por un instante, dudé de que Francisco de Borja hubiese sido real. Y sentí frío. Pero no estaban sus brazos para darme calor, ni sus labios para encenderme de un violento y, a la vez, dulce gozo.
            En la quietud aparente de mi habitación todo es movilidad. Me levanté tambaleándome, debilitada la cabeza por la larga ausencia que suscitaba una gustosa melancolía. Ante aquel prolongado silencio creí morir de repente, pero milagrosamente no me morí. A cambio, como sucede siempre, dejé de ser feliz. Y, si el recuerdo no ha muerto, es porque lo sostiene la memoria. Mi vida fue entonces como el escudo de San  Juan de Dios: una cruz levantándose, silenciosa y contundente sobre el recuerdo de Francisco de Borja. Lo mismo que hace poco nadie adivinó mi fervoroso amor por él, nadie adivina ahora mi fervorosa soledad.









EL SEXO TIBIO
Fragmento de mi novela erótica


Y es que era extravagante que una mujer casada buscara remedio a sus problemas íntimos fuera del matrimonio. Más aún, que recurriera a magias de convento para solventarlos. Instintivamente volvió a rechazar la idea metida en su cabeza por Eugenia. Se le antojaba a cada momento más descabellada. Cierto que los rumores, que desde hacía un tiempo corrían por la ciudad sobre los resultados que obtenía el monje en todas aquellas mujeres estériles o frígidas que solicitaban su ayuda, fueron los que finalmente inclinaron la balanza a favor de su visita al monasterio. Pero ella era una mujer felizmente casada. El doctor Conrado Agulló ya la diagnosticó utilizando la ciencia. Claro que después de un largo tratamiento no había encontrado el gozo perdido. Pero, ¿podía esperar una solución mejor de aquel hombre desconocido para ella? Se preguntó interiormente con un asomo de burla. ¿Qué pensaría el tranquilo monje de ella? Seguramente nada agradable, vista la intencionada mirada que le dirigía. Pero enseguida salió de sus meditaciones cuando la voz del hombre sonó más grave y enérgica que antes:
--¿A qué ha venido usted, señora?
--Me dijeron que podría solucionar mi problema.
--Bien -dijo-. ¿Realmente lo desea?
--Más que eso; lo necesito -casi imploró-. Creo que estoy perdiendo mi feminidad.
El monje la miró sorprendido.
--La feminidad no se pierde con los años, señora. Le daré mi receta…
Eloísa Arzóz le suplicó con la mirada. Era una mujer todavía joven, alta y francamente guapa, de cabello rubio extremadamente cuidado, cuerpo estilizado y ojos claros de mirada soñadora. Cualquier hombre la gozaría sin dificultad.
El religioso la sacó de nuevo de sus meditaciones.
--Hábleme de su esposo -le dijo.
--¿De mi esposo? -frunció el seño-. ¿Y qué tiene que ver mi esposo?
--Está casada con él, supongo. Y es el hombre que debería satisfacerla. ¿No es un buen amante?
Eloísa dudó antes de responder.
--Pues… Supongo que sí.
--¿Sólo lo supone? Entonces, esta es mi receta: no ha de dar todo su gozo en una misma noche.
Lo dijo como quien enseña una difíci1 verdad. Eloísa no pareció comprender su significado.
--¿Qué quiere decir?
--Déle a su hombre sólo una parte de usted en cada entrega, ¿comprende?
--¿Quiere que sea promiscua?
 --Sí -afirmó-. Cada vez que la posea, su marido debe necesitar un poco más. En este mundo mortal el más imperioso de los deberes consiste en gozar, hacer que el proceso dure, que no se acabe…
--Perdone, pero no le comprendo -Eloisa parece cada vez más confusa.
--Gozar lo más posible, es fácil de entender. Esa será la solución a su problema.
--¡Santo Dios! -exclamó la mujer-. Invoco a mi Dios, del cual debería usted seguir sus leyes.
El monje la miró sorprendido por su reacción inesperada.
--¿Acaso no me cree capaz de acatar sus normas? -protestó-. Llevo dedicado a Él toda mi vida. Pero comprenda que también es el Dios del amor.
--Sin embargo, usted me habla del gozo del cuerpo, me incita a ello.
--Se equivoca -repuso el monje dulcificando su voz-. Le hablo del gozo del amor. El culto al placer de los sentidos es un culto liberado de moral. Precisamente todo lo contrario a lo que usted piensa.
--Creí que usted, por su condición de siervo del Señor, practicaba el culto a la castidad.
--La castidad no es un culto, señora, sino la victoria de la razón sobre el mito. No es una exaltación de los sentidos, sino el ejercicio de la inteligencia. No es un exceso de placer, sino el placer del exceso. No es 1icensioso, sino normativo. Y es una moral.
--¿Cómo puede decir eso un servidor de Dios?
--Le estoy hablando de la solución a su problema. Recuerde que fue usted la que acudió a mí para encontrar el remedio a la frigidez que padece. Y se lo estoy dando. El erotismo se ha convertido en la receta mágica para su mal. ¿No era para saber eso, para lo que ha venido? Prive a los asuntos del sexo de su sentido sacro y tendrá un instrumento de salubridad mental.
--Oiga… ¿Cómo debo llamarle? ¿Padre, hermano..?
--Llámeme fray Liberto.
--Bien -prosiguió la mujer, ahora visiblemente alterada-.  ¿Adónde quiere ir a parar, fray Liberto? He venido implorando su ayuda, dispuesta a aceptarla como la última solución posible a mi carencia de deseo. Y de repente me sale con un sermón de púlpito. Ya no sé si he hecho bien en venir hasta aquí.
--Quédese tranquila, ya verá como sí. De momento lo que debe hacer es 1iquidar esas virtudes que la atormentan: modestia, castidad, continencia, fidelidad conyugal…
Fray Liberto se puso de pie, y en la penumbra granate del salón buscó con la mirada el rostro de Eloísa.
--Sea dueña de su vida -prosiguió el monje con voz cadenciosa-. Haga como que vive. No espere de mí que le aplique una receta milagrosa hecha de yerbas mágicas. Para su caso no será efectiva. En 1ugar de agua bendita lo que le traerá la luz será la práctica del erotismo. Compréndalo, señora. Haga un esfuerzo. No se trata de que adopte la lujuria como modo de vida. Se trata de una recuperación biográfica, de una transformación. Poco importa que haga el amor o el modo en que lo haga y con quién. Lo nuevo será que lo haga con libertad de espíritu. Es así de sencillo. Haga el amor con la mente. Puéblela de más órganos y sensaciones voluptuosas que las que podrían procurarle todos 1os hombres del mundo. No necesitará de alucinógenos, ni de reconstituyentes, ni pócimas mágicas, ni filosofías para salir de la desesperación de creerse incapaz de sentir placer.
Eloísa no se atrevía a mirar al monje, cuyos ojos presentía fijos en su rostro, o tal vez en el contorno de sus pechos. Éste, calculó la pausa, y prosiguió:
--Supongo que sabe hacer el amor consigo misma.
Ella asintió con un movimiento de cabeza.
--¿Le gusta?
            --Mucho.
--¿Y lo hace con frecuencia?
--Con mucha frecuencia.
Sorprendentemente no experimentaba ahora la menor vergüenza en proclamarlo.
--Naturalmente, ¿por qué no? -reconoció el monje-. ¿Qué mal hay en ello?
--También necesito el placer físico, pero con mi marido no lo consigo. Esta falta de gozo me hará volver loca.

Fray Liberto la contempló en silencio unos minutos. Ella no se atrevía ni a moverse de su asiento.
--¿Por qué? -le preguntó, al fin.
--Ya se lo dije: me he convertido en una mujer frígida. Es por eso que vine.
--¿Y su marido? ¿Sabe que goza en soledad?
--No lo sé… Supongo que sí.
--¿Le ha prohibido hacer el amor con otros hombres?
--¿Cómo? -Eloísa protestó-. ¡Eso que dice es una tontería! Nunca he necesitado  otro hombre. Siempre he sido fiel a mi marido, para eso me casé.
--Bien, pero no ha contestado a mi pregunta. ¿Le ha prohibido él hacer el amor con otros hombres?
--¡Claro que no! -se ofuscó ella.
--¿Pero le dijo que se lo permitía?
Eloísa Arzóz se sintió extrañamente acorralada por el verbo del monje.
--No me lo ha dicho explícitamente -musitó al fin-, pero tampoco me lo ha prohibido. Ni siquiera me pregunta lo que hago. Me da absoluta libertad.
--Entonces, busque un amante.
La mujer sonrió.
--¿Para qué?
--Debe conocer otras formas de gozar. Incluso cambie de amante lo más frecuentemente posible.
--No podría hacerlo, amo a mi marido.
 Lo dijo con toda franqueza. Bajó los ojos, carraspeó, parpadeó repetidamente. Fray Liberto prosiguió, despiadado.
--Naturalmente -dijo-. Entonces, cuando haga el amor con su marido, piense mentalmente en otros hombres que la exciten. ¿Nunca lo ha hecho?
--No lo sé -respondió.
--¿Cómo que no lo sabe?
--Nunca imaginé semejante cosa.
--¿Por qué motivo?
--No podría explicarlo.
--Inténtelo -pidió él-. No es muy difícil, la verdad. Le bastará con proponérselo. ¿Nunca ha soñado con tener entre sus manos un pene enorme, succionarlo, lamerlo… Para una mujer nada hay tan placentero como eso.










AMARANTA


Amaranta me dedica una tímida sonrisa, apenas una pincelada, migajas de todo cuanto tiene.
--¿Qué es para ti la escultura? -me pregunta.
--La escultura es para mi el último límite conocido del aire -le contesto-, la frontera del aire y la aduana del aire.
--¿Tanto?
--Oh, sí -continúo-. Donde termina el aire comienza la escultura y nadie debe buscarle jamás los tres pies al gato.
Amaranta aparece confundida, extraviada con mis palabras, pero no modifica la sonrisa de su boca. Esto, seguramente, no se lo enseñan en las clases de arte. Me mira con sus ojos penetrantes y confiesa:
--Siempre creí que la escultura se muestra y vive en la materia sólida, el mármol, el granito, el bronce, el hierro, el durísimo palo, la arcilla, pero el aire...
Esbozo una sonrisa de complicidad. Amaranta estira su cuello hacia atrás y bajo el pañuelo color malva que lo cubre se adivina una piel blanca, suave, sumamente apetecible que me subyuga. El movimiento involuntario hace que la gravidez de sus senos se acentúe un poco más. Prosigo:
--La escultura también puede vivir hecha de agua. Las cataratas del Iguazú; los géiser de Islandia, interminables chorros de agua caliente en forma de surtidor; las furiosas olas rompiendo contra las rocas de un acantilado cualquiera; el zafareche en el instante mismo de saltar la rana, y aún de viento; los remolinos de arena del desierto; los tornados de las llanuras americanas, y de humo.
--¿También de humo?
--También –afirmo-. Picasso hizo fugacísimas Venus y huidizos Apolos de humo, y los habilidosos y casi angélicos fumadores de cigarros siguen construyendo, impertérritos, volutas casi jónicas de humo.
Me mira sorprendida, entreabre la boca, y adivino en sus labios una leve sonrisa de admiración, tal vez de incredulidad, también es muy posible. Parece que los dos estamos acordes con el compromiso artístico. Yo, con el barro y la arcilla, y Amaranta con su cuerpo modélico buscamos idéntica furia escultórica, o paz cósmica y lejana, e igual deleite estético, quizá también humano. Amaranta, que se me representa como mujer sublevada y airosa, aspira a desvelarme el misterio de las últimas formas cambiantes, aquellas que se perfeccionan partiendo de la rigidez. Amaranta y sus esculturales formas en permanente traslación, brotando como una luciérnaga desde las profundidades mismas de la materia, me desvela el deseo de enseñarme a vivir inmerso en el aire de sus confusas exigencias.
Desde que Edouard Madaule me la presentó la pasada semana en la galería "Salón des arts du Printemps", como una estudiante de arte que deseaba introducirse como modelo, su cabello intensamente negro y el fulgor de sus ojos penetrantes, no se habían apartado un sólo instante de mi recuerdo. Deseaba tener su cuerpo frente a mí para plasmar en arcilla aquella belleza incólume, aquella propiedad armónica y perfecta que me infunde tanto deleite espiritual a su sola contemplación. No obstante, aceptó sin reparo posar para mí en el momento mismo que le hice la invitación. Este pensamiento me conmueve, acelera el ritmo de mi sangre en las venas, excita la necesidad íntima de contemplar su piel silente y al mismo tiempo siento como se apodera de mi voluntad el temor a no poseer suficiente talento para modelar tanta belleza.
Estábamos sentados en el café Costes, un moderno local de la rue Berger, esquina a Saint Denis, frecuentado por jóvenes parisinos muy a la última moda. Aquí todo cuanto rodea al visitante es original. El decorado del salón, adornado de espejos, las luces incrustadas en la misma pared simulando conchas marinas intentando escapar de su singular prisión, las mesas y sillas para los clientes, e incluso los camareros. Más allá de los cristales de la amplia terraza, la simétrica arboleda de la fuente de los Inocentes servía de cobijo a multitud de pájaros, que presagiando la primavera, revoloteaban presurosos de rama en rama.
Ha comenzado a hacer calor y Amaranta inicia un gesto para deshacerse del abrigo. Lleva una falda roja, muy corta, y un ajustado jersey de seda gris que se oprime a su cuerpo como una segunda piel, configurando sus formas hasta en el más íntimo detalle. La contemplo así, descaradamente, sin ningún reparo, insinuante, ávido de su cuerpo y de su mirada y no puedo evitar que me tiemblen las venas y por todo mi ser siento golpes de sangre. Ella tiene la falda por la mitad de los muslos y no lleva medias.
Me sube un calor a la cara y me siento ridículo, como un colegial que descubre por primera vez el amor. Su piel blanca está delante de mis ojos y aunque intento, no puedo apartarlos de ese lugar. Me hieren los granitos rojos y delicados de su epidermis como ascuas de fuego. Se levanta de la silla en que está sentada y hace ademán de bajarse la falda, con lo que sólo consigue dirigir mis ojos hacia allí. Tiene las rodillas separadas y parece no importarle que la mire.
--Hace calor, ¿eh?
--Sí, también yo tengo calor -le contesto.
Amaranta se quita del cuello el pañuelo color malva y a través del largo escote del jersey aparece la blanca piel, insultantemente joven, del inicio de sus pechos. Yo no pienso nada, no quiero pensar absolutamente nada para no excitarme, pero no lo consigo. Esta piel me inquieta, me ata un nudo de dolor en la garganta, me quema las piernas. Intento serenarme, aquietar la turbación física que me embarga, y busco el sosiego en la contemplación de la simétrica arboleda que circunda la plaza.












LOS DOS AMORES DE CÁNDIDA SAMANIEGO
Breve apunte de mi novela galardonada en el II Premio Marco Fabio Quintiliano, en Calahorra, La Rioja


Los domingos, Cándida Samaniego nunca faltaba a misa, que oía apartada y sola en la esquina del último banco de la Iglesia. Cuando finalizaba salía de ella y resguardándose del frío se dejaba caer en uno de los escalones de mármol blanco que daba acceso al lugar sagrado, con las rodillas sobre su pecho, la cabeza inclinada cubriéndole el cabello parte de su rostro, y su mano medio extendida en muda súplica. Quienes la conocían se apiadaban de ella e intentaban hacerla regresar a casa, pero sólo conseguían que se levantara, forzara una incipiente sonrisa que más parecía una mueca, y se dejaba caer nuevamente sobre el mármol frio.
Aquella mañana Agapito Rabaneda se acerca despacio hacia la entrada de la Iglesia, como temeroso de encontrar lo que se imagina. Ancianas renqueantes, apoyadas algunas en bastones, mujeres de mediana edad o jovencitas alegres y dicharacheras, entran y salen de misa sin prestar demasiada atención a la mujer que permanece inmóvil en el rincón de la pared, sobre el frío mármol. De vez en cuando, un alma caritativa deposita sobre la mano extendida de la joven unas monedas, que la hacen musitar algo ininteligible.
Su rostro no se altera cuando ve acercarse a Agapito, su marido, que la contempla angustiado y que desearía correr hacia ella para abrazarla y colmarla de besos. Le sigue con la mirada y temerosa hace ademán de retirar el brazo, avergonzada, pero sólo consigue cerrar el puño. Su marido se inclina hasta quedar a su altura y durante un largo rato ambos permanecen inmóviles, contemplándose mutuamente.
-Mi querida Cándida.
No es afirmación, ni pregunta ni respuesta, es sólo un lamento que escapa de lo más profundo del corazón de Agapito.
Cándida Samaniego parece encontrar un momento de lucidez y vuelve a extender su mano, suplicante, sobre la que Agapito Rabaneda deposita un billete, apretándola fuertemente al tiempo que la oye musitar repetidamente mientras se aleja:

-Perdóname, perdóname…







LA SEÑORITA DE LOS DÍAS TRISTES



Dorotea Carballo era muy alta, delgada, de rostro coquetón y pálida mirada. Se crió en el Hospicio de San Claudio, muy cerca de la Catedral de Zamora dedicada al Salvador, cuando todavía era aquella zona un monte sin urbanizar. Las monjas cuidaron de ella y le enseñaron lo suficiente para enfrentarse a las dificultades de la vida, pero al cumplir los veintiún años las madres anunciaron a Dorotea que, de acuerdo con las ordenanzas de la institución, estaba en edad de abandonar el centro. La joven marchó entonces a casa de un pariente que se compadeció de su soledad.  Xavier Maura era un viejo carraspeante, de cuerpo enjuto, risa cascada y fácil, que fumaba en pipa de enebro muy negra y vieja de la que emanaba un apestoso olor a colillas rancias. No obstante, vestía con elegancia, era educado y con Dorotea estuvo siempre atento y respetuoso. Un día se atrevió a decirle:
--La gente, Dorotea, habla mal, la mayoría de las veces sin motivo. Eres huérfana y no tienes otra familia en la ciudad. ¿Por qué no dejas que yo cuide de ti?
--Pero si ya lo hace…
--Quiero decir, entregarme por entero a tu felicidad. Así la gente no tendría motivos para murmurar. ¿Qué dices a eso?
--Déjeme usted reflexionar…
Xavier Maura inclinó la cabeza y apartó la pipa.
--No me gusta decirte lo que vas a oír, Dorotea -le dijo-. Tú eres muy joven, es cierto, pero yo no lo soy. Para ti un año más no cuenta, el curso del tiempo te acerca a la primavera. A mí, en cambio, me arrastra hacia el invierno. Cuando dos seres en edades parecidas llegan a amarse, ambos exigen sus derechos. Pero cuando uno de ellos es mucho mayor, ya no exige: suplica y cede siempre, porque se da cuenta que pasó su tiempo. Pero no me contestes ahora porque sería a impulsos de una impresión momentánea.
A medida que hablaba, la voz de Xavier Maura se fue haciendo más temblorosa, adquiriendo una tonalidad húmeda, de llanto contenido, y Dorotea se dejó dominar por ella como por un hechizo. La voz del hombre y sus ojos expresaban un amor tan sincero, una resignación tal a las decisiones de la joven, que Dorotea, sintiéndose más madre que mujer, más compasiva que amorosa, murmuró:
--No hace falta esperar a mañana, Xavier. Estoy segura que seré feliz contigo.

Cuando Xavier Maura salió de la habitación dejando en los labios de Dorotea el calor del primer beso, la joven comenzó a sentir como si despertara de un pesado sueño. Sentía dolor en el corazón porque había obrado no a impulsos del amor, sino de la piedad que su pariente supo despertar en ella…









EL ELIXIR DE AMOR



Cleta Segade nunca fue bruja, le faltaban poderes para invocar al diablo. No obstante preparaba como nadie ungüentos mágicos afrodisíacos, filtros de amor irresistibles o sustancias nocivas y debilitadoras, todo ello adquirido del “Libro de San Cipriano”, legendario tratado de recetas mágicas. Al cabo de los años, Cleta Segade era famosa en toda Zamora. Tenía su casa cerca de lo que fue el convento de Santiago de los Caballeros, hoy convertido en una humilde capilla. Carlos Borromeo Mínguez estaba locamente enamorado de Georgina, y esta no le hacía el menor caso, se burlaba de él, no le amaba. Una tarde se fue a ver a Cleta Segade, la hechicera que vendía filtros amorosos. Él no creía mucho en esas cosas. Pero, ¿y si resultaba?
--Creo que usted vende hechizos mágicos…
--Sí, ya lo creo -contestó Cleta-. Pase usted y le mostraré la mercancía.
Cleta tomó un tarro de cristal, y le dijo:
--Aquí tengo un veneno maravilloso. El contenido no sabe a nada, es incoloro y no deja rastro, totalmente efectivo. La persona se queda dormida y ya no despierta más…
--¡Yo no quiero matar a nadie! -protestó el muchacho.
--Bien, bien -se disculpó Cleta-. Yo he de anunciar mi mercancía. Es muy eficaz pero también muy cara; este frasco cuesta ochocientos euros, pero garantizo los efectos.
El joven se irritó con la insistencia de la hechicera.
--¡No me interesa el veneno! Amo a una mujer y ella no me quiere.
--Se trata de eso -rió la bruja-. Pues también tengo un remedio eficaz.
Dejó el tarro del veneno y tomó otro frasco de cristal.
--Este líquido tampoco tiene sabor. Y, ¡Qué resultados! A la indiferencia sucede la devoción, al desprecio la admiración. En cuanto lo haya tomado usted será el único amor de su vida, no le dejará que hable con ninguna otra mujer, querrá saber todo lo que hace, dónde ha ido, con quién ha estado, o incluso lo que ha pensado cuando estuvo ausente.
--Pero si ahora me desprecia.
--Es que ahora no le quiere. Pero luego…
--¿Y una maravilla como esta, cuánto vale?
Cleta Segade sonrió.
--Le haré un precio especial -le dijo.- Deme sólo cinco euros.
--No comprendo -musitó el muchacho.- Si el veneno vale ochocientos euros, este elixir debería valer el doble…
--Desde luego, pero lo vendo como propaganda. Usted quedará satisfecho con el elixir, y otro día volverá por el veneno.
--¡Ja, Ja! Un veneno. ¿Para qué necesito un veneno?
Carlos Borromeo le administró el elixir de amor a Georgina y todo salió como Cleta Segade le había dicho, palabra por palabra. Después de año y medio de casados el muchacho se detuvo a reflexionar.
Cuando Carlos Borromeo Mínguez estuvo ante Cleta Segade, esta le dijo:
--Pase y veamos lo insoluble de su problema.
--¿Cómo sabe que tengo un problema?
--Aquí la gente sólo viene para encontrar remedio a sus males. Y… Mire, aquí tengo un veneno maravilloso, no sabe a nada, la persona a la que se le administra no sufre nada…
--¿Un veneno?
--¡Oh, sí! -afirmó Cleta.- La solución más lógica y sensata a su problema.
--Bueno, me llevaré el veneno.








SÍ, QUIERO
Detalle de mi novela

Veinte años atrás la frondosidad de los plátanos tamizaba la luz del verano en esa misma avenida por donde se entra a la ciudad desde el sur. De esa época conservaba Carmen sus recuerdos más preciados, algunas fotos dispersas en el comodín de su alcoba, el tranvía en el que, junto a su flamante marido derramaba a raudales su dicha cuando subía las tardes de domingo hacia la Plaza Mayor. Y la luz, sobre todo la luz, que entraba a borbotones por las ventanas de su casa desde que mediaba el mes de mayo. El resto, en su mente, desaparecía en cuanto hacía el más mínimo esfuerzo por concretarlo.
            Carmen y Alberto hicieron veinte años de casados aquella primavera. Para celebrar tan esperado acontecimiento ambos cónyuges se repiten al oído, seductoramente, palabras amorosas de felicidad compartida. Suenan torpes, escuálidas, como faltas del apoyo necesario que debe tener toda relación profunda y duradera y, sin embargo, están impregnadas por el propio sueño del amor difuminado por el correr de los años. La locuacidad repentina de Carmen en los días de aniversario no contrasta con su habitual mutismo. Se le escapan las opiniones de las cosas y sentimientos por los ojos. Es lo más vivo en un cuerpo que ella trata de acomodar a un silencio expectante, donde se sabe segura. Por ello su voz emerge fluida, como un punto y coma de la conversación incesante de su mirada, al tiempo que su esposo, observándola de soslayo, apenas parece prestar atención a lo que dice.
            El símbolo que Carmen cuida con más mimo de sí misma es la melena, larga, acaracolada, limpia como un amanecer de verano que cae a raudales sobre sus hombros iluminando su mirada difusa. No necesita muchos gestos para apoyar sus frases y por eso domina peor los recursos del énfasis. A veces la danza verbal de Carmen le obliga, por limitada, a insistir. No lo necesita. Su charla se parece más a un paseo al final de la tarde por las aceras de la ciudad que por muy transitadas no dejan de ser un paisaje natural con edificios por alamedas y gentes por flores silvestres.
            En esos años que a Carmen no le gusta recordar habría visto cada mañana mudar la luz al ritmo biográfico de los plátanos. Hasta meses antes de casarse con Alberto trabajó de cajera en un comercio de esa misma avenida por la que tal vez había entrado pocos años antes por primera vez en la ciudad desde las carreteras del sur, arrastrada por su madre viuda prematuramente, en busca de una situación económica mejor. La avenida por aquel entonces era más cálida que ahora. Los edificios de acero y vidrio que hoy esconden las entrañas de los grandes bancos bajo la frialdad disimulada de los reflejos impenetrables, entonces eran simples apuntes cúbicos o incluso solares abandonados durante décadas.
            Su empleo de cajera le ocupaba mañana y tarde en una ferretería que ya no existía y que apenas recordaba. Alberto, su marido ahora, acudía por aquellos entonces con cierta frecuencia al establecimiento y rara vez dejaba pasar la oportunidad de bromear descaradamente con la cajera. A Carmen le hacían muy poca gracia las ocurrencias desafortunadas e insinuaciones de Alberto y no era precisamente simpatía lo que aquel cliente le inspiraba. Un día coincidieron ambos invitados a una misma boda, por parentesco uno y ella por amistad con la novia. Carmen cuando relata la historia de su noviazgo a los conocidos siempre resuelve la frase con un verbo de cierto prestigio:
            --Nos enamoramos.
            Carmen, ahora cuarentona, con su limpio cabello inundado de encanecidos mechones por el inexorable paso del tiempo, ojos oscuros y piel muy blanca, deja pasar su turno. Necesita que el azar le desbarate opiniones y certezas, tal es la confusión de la vida, un tiempo que ella había soñado desde siempre necesariamente de un color rosado.
            --Cuanto más firme sea tu muro defensivo contra la vida -le había dicho filosofando en alguna ocasión Alberto, su marido-, más hermosa será ésta cuando aquel caiga tras un revés inesperado.
            Hoy Carmen se ha pintado los labios con un rojo pasión, como en sus mejores años de moza, no en vano la celebración que se avecina es mucho más importante que sus recientes veinte años de matrimonio.
            Pilar, su hija, fruto de la unión con Alberto, se casa. A los diecinueve años el ser más querido por ella, maduro y exquisito cual manjar, caerá en manos de un hombre. No pudo por menos que rememorar su propio idilio, diferente desde luego, cuando también a esa edad se paseaba por la avenida tomada del brazo del perseverante cliente de la ferretería que se había prendado de su vitalidad. Y Carmen intuye que la vida le ha sido condescendiente. Por eso hoy subraya sus labios de color rojo pasión y salpica su escasa conversación con picardía. La vida de su hija Pilar es sin ninguna duda mucho más amable que la de sus padres veinte años antes. Carmen quisiera contar a su hija lo que significa el matrimonio, al menos lo que ha representado para ella, pero no encuentra en sus palabras la verosimilitud suficiente. Su voz nunca acaba de encontrar el tono adecuado. No le importa demasiado moverse mal con las palabras cuando domina plenamente los gestos. Pero hoy será un día grande en su vida, también en la de su hija, desde luego, aunque para una madre tiene otro significado, tal vez cargado de eróticos recuerdos, de rememoración de unos años que no volverán. Por ello ha decidido que la luz del día se enamore de ella, reviva como un ave fénix, acaso su último consuelo.
            Alberto también calla, aunque por razones distintas a las de Carmen. Había sido hijo único de un matrimonio feliz. Pasó su juventud casi sin darse cuenta y comenzó a ganarse la vida como funcionario de la Compañía de Aguas Municipal, donde aún seguía trabajando. No echaba de menos nada que no fuese su paseo dominical por la frondosidad de la avenida de los plátanos, ni admitía nunca que se aburriese, por otro lado no tenía por qué admitirlo con nadie pues con nadie hablaba. Se consideraba un hombre informado así como prudente, metódico, tranquilo y serio, que había elegido la comodidad y el asentamiento sereno como bandera. Ni tan siquiera el día de su boda hizo hito o mella alguna en su domada monotonía. Se casó con Carmen la mañana de un viernes como si hubiese ido a tomar un café.







EL LABERINTO DE ISAURA VIRGEN

Fragmento de mi novela (1994)

--¿Me quieres?
--Sí.
--No lo dices muy convencido.
Permanecen los dos tendidos sobre el lecho nupcial. Máximo desnudo, Isaura sobre su espalda cubriéndose tímidamente. Su marido se fija en su pie danzarín que aparece por la parte baja de las ropas de la cama. Mira sus labios cargados de deseo, el cuello que se hinchaba más debajo de los lóbulos, las redondeces inexactas de los pechos de Isaura que dibujaba la sábana blanca, azul más bien. Máximo alargó el brazo para realizar una caricia, no importaba en qué dirección, una caricia en medio de la luz rojiza que desprendía la aterciopelada lamparilla de la mesita. La mujer siempre espera después de casada que el marido sorprenda su ignorancia con una caricia y un beso en la boca. Máximo la ha besado muchas veces, posee una boca móvil de contornos imprecisos, pues la piel de los labios de su marido no tiene brillo ni algún otro indicio que revele una necesidad de contacto, una soledad a punto de ser rota. No se atreve a mirarle directamente, se ruborizaría en exceso si le viera, pero sí le toca, le acaricia su espalda, su cuello…
--¿Tú me quieres? –le insiste.
--Que sí…
Pero, ¿se aman realmente? Por el momento, sí, porque tienen todas las posibilidades. Los dos se gustan y se desean, se autosugestionan cada vez más. Saben que ha llegado el momento anhelado tras una promesa que los empeña para toda la vida. Isaura aprisiona con fuerza la sábana blanca, azul más bien, sobre su garganta, tímida y deseosa a un mismo tiempo de mostrarse ante los ojos de su marido. Máximo le roza la boca con los dedos y con súbita gravedad le obliga a soltarse.
--Eres hermosa –musita.
Isaura se limita a bajar afirmativamente los párpados y tensa involuntariamente los músculos cuando él toca con las yemas de los dedos el áureo contorno de su pecho…









LAURA SIN ALAS
Extracto de mi novela

Me detuve frente a una puerta al final del pasillo, de un blanco mustio que no invitaba siquiera a vivir. Empujé con decisión y entré en la habitación. Las persianas estaban bajadas y una difusa luz grisácea iluminaba la estancia lo suficiente como para distinguir la figura de un enfermo. No me hizo falta mucho tiempo para adaptarme a la penumbra. Enseguida descubrí sobre la cama a Laura, con su rubio cabello cual oro de las iglesias, descansando entre el blanco artificial de las sábanas. La observo con mucho cuidado para no perturbar su quietud. Aparece pálida, sin su habitual risa en los labios ahora mustios, sin maquillaje y cubierta con un camisón rosado que acentuaba, más si cabe, la palidez del rostro.
            Cuando me siente llegar gira la cabeza y se queda mirando como si no me reconociera. Y a lo mejor era cierto. Me acerco a la cama despacio y la saludo con un hilo de voz para no perturbarla. Ella intenta dibujar una sonrisa animosa en los labios.
            --Hola, Laura -le digo-. ¿Cómo estás?
            Poco a poco se incorporó en la cama y quedó recostada sobre la almohada.
            --Sobrevivo -me responde-. ¿Entiendes?
            Lo dijo en un tono de profunda amargura, nada habitual en comparación con el alegre carácter que yo le conocí. Es grato hacer frente a ciertos trances con obligadas palabras de aliento, a ser posible adecuadamente y con mansedumbre, que la palabra en sí misma no conviene sobar demasiado.
            --Quería verte -le digo, y era verdad-. Te he llamado varias veces, pero no sabía que estuvieses enferma. Tu hermana me lo explicó ayer…
            --¿Qué te ha contado?
            --Tu falta de ganas de vivir, tu crisis, sólo eso.
            He estado un poco desafortunado, lo sé. Debí haberle mentido. Laura cierra los ojos y presiento una lágrima dolorosa a punto de caer de sus párpados.
            --Mi motorcito interior se apagó -confiesa, recuperando la energía-. Una mañana intenté levantarme de la cama pero no pude, ¿comprendes? Me di cuenta que era como estar muerta, una sensación de que no vivía y sentía mucho frío. Pensaba en las personas que podían darme ese calor que me faltaba pero no estaban allí, se habían ido y no volverían y mi corazón se heló, perdió el calor necesario para funcionar. Era todo tan extraño, tan difícil de comprender… Estaba con mucha gente a mi derredor pero me encontraba sola, cada vez más sola. Es horrible no poder amar, ¿sabes?
            No era el momento de sentirme triste. Aunque breve, Laura me había dado lo mejor de ella, y sería injusto permanecer impasible ante su sufrimiento. Traté de animarla.
            --No debes tomarte la vida de ese modo.
            --¿De qué modo?
            --Ya es lo suficientemente complicada como para añadirle más inconvenientes. La vida es eso, dejar pasar el tiempo, vivir mudando días lentamente, envejecer poco a poco esperando la muerte. No tenemos otra opción.
            --¡Pero si es lo único que he hecho hasta ahora, Óscar! -se exalta-. Yo he intentado en muchas ocasiones aceptar esa vida pero sin conseguirlo. Toda mi existencia ha sido un cúmulo interminable de intentos fallidos, ¿entiendes? Yo me he mirado muchas veces en el espejo fijo y he visto en mi cuerpo las pisadas de los zapatos del tiempo.
            No quedaba duda que la herida era profunda y sangraba, debía sangrar mucho, abundantemente y sin posibilidad de remisión. Una herida abierta en el corazón para la que no había, probablemente, medicación apropiada.
            --Eres muy lógica -le digo-, pero hay que seguir luchando para conseguir lo que se desea. Si te detienes es mucho peor.
            --No quiero seguir, Óscar -prosigue-. No quiero continuar acostándome y levantándome sintiendo el intenso frío de mi cama, durmiendo mal porque tengo pesados sueños, vigilando el fuego, no sé qué fuego, y esperando la llegada de alguien del que no conozco su mirada. En esas condiciones no quiero seguir. Empiezo a sentirme extraña en el mundo que me rodea y me he dado cuenta que a los que están en él les importo muy poco. Antes sí, pero ahora el mundo gira sin mí y las gentes con las que me cruzo en el camino parecen girar con él. Todos me miran, me tocan, me hacen el amor pero no les intereso, me ignoran, se desentienden de mí, siguen su caminar sin esperar demasiado, son seres raros en un mundo que ya no me interesa.
            --Yo, por ejemplo, me he interesado en ti.
            --Tú hablas igual que ellos, te has adaptado a sus costumbres, sigues sus horarios, sus normas y terminarás antes o después perdiendo como ellos la visión de lejos. Me dan lástima los que ríen por cualquier cosa y al mirarse en su espejo particular se ven guapos viviendo en un mundo feliz, pero es una realidad falsa que terminará confundiéndoles. Yo lo he descubierto a tiempo, ¿sabes? He descubierto ese lugar que no me gusta y me he encontrado sola dentro de él, tan sola como ellos, a pesar que ese mundo no tenía puerta y todos entraban y salían a voluntad, pero ellos, al igual que yo, tampoco saben dónde van porque de seguro no han encontrado el sentido de la vida.
            Oyendo a Laura terminé por no sentirme ya ni libre ni fuerte. Aquella mujer, que había entrado en mi vida una mañana en la que hacía calor, decidida la primavera a llamar su atención, clavando sus ojos en mí, suplicantes, como llamas vivas, no dejaba en mi corazón la huella del amor, sino desconsuelo, incertidumbre y pena, nada positivo. No era yo culpable de su estado, desde luego, pero aquella mujer dudaba ahora hasta de su propia existencia.
            --Siento no haberte comprendido antes -le digo-. La felicidad existe del mismo modo que existe la infelicidad y la desdicha. Existe, aunque sea difícil de encontrar. Pero hay que buscarla, debes buscarla, ¿lo entiendes?
            --Es fácil para los otros porque a ellos les funciona el motorcito.
            Siento deseos de marcharme. Todas aquellas palabras de Laura me hacen mucho daño y a ella también. Intento explicárselo.
            --Quisiera decirte…
            --No digas nada -me interrumpe-. Tú no conoces mi verdad, no puedes conocer mi maravillosa verdad. Aquí he encontrado mi mundo, ¿sabes? En el otro no hay amor, y el poco que hay no alcanza para todos y muchos se consumen en la espera. Hay que tener una cabeza muy fuerte para no sucumbir, para no perder definitivamente la razón. Ya nadie habla de ternura, de cariño, de afecto, de amor compartido. Todo se ha convertido en sinónimo de sexo, de placer carnal, de vicio, nada más que eso.
            --No debes confundirte, Laura -vuelvo a insistir-. Tienes que encontrarte a ti misma, no perder el impulso de defensa y levantar el vuelo.
            --Ya no puedo hacer nada en ese mundo porque mi motorcito se apagó. Es como quedarse sin alas, ¿entiendes? Solamente amando tiene sentido la vida. Allí nadie vendrá a perturbar mi quietud, ni crujirá impaciente la puerta, ni una risa que grite distraerá mi pensamiento. Sin embargo, sé muy bien lo que quiero: ser yo misma. Quiero gozar el amor, compartir la euforia de estar viva, que me permitan pasar por la difícil prueba de la convivencia, experimentar la serenidad de mirar algo juntos olvidando, por un momento, de mirarnos uno al otro. Así de fácil resultaría hacerme completamente feliz. Poder refugiarme en unos cálidos brazos, dormirme sobre un pecho acogedor, palpitante de deseo, sobre un corazón enamorado, con sigilo, y no apartar mi cabeza de él hasta que me despierten sus latidos. Negar la existencia del mundo en un placentero orgasmo, negarme a mí misma mientras unos labios me roban las tristezas y las soledades de la vida. Me falta compartir. Compartir la ancha cama de los matrimonios. Compartir unas manos, el calor de las horas y de la muerte, compartir hasta la tristeza de que se acaba todo. Y compartir los besos, sin prisa, como el allanamiento de una morada, como el embargo judicial de una voluntad. Voltearé el rostro hacia lo que me ha desamparado sin irse, introduciéndome en la sombra fría de los desvanes. Lo espero, porque la vida, a pesar de ser la antesala gozosa de la muerte, no es cicatera. Aquí enterraré entre volutas de humo todo lo provisional de mi vida pasada, ese sentimiento, que mantiene en suspenso la esperanza de un cambio inminente que pase de ser espectadora de cada instante a protagonista. Pero he perdido las alas y ahora no puedo levantar el vuelo.
            Definitivamente mi amiga no quiere volver a la realidad de este mundo, dice que se ha quedado sin alas, y hasta es posible que sea verdad. Rememoro las mares transparentes, los peces irisados en lonjas vocingleras, las gaviotas unánimes, las mantas cobijando dos cuerpos cálidos, los viajes en los que el amor fue el vehículo pródigo y despilfarrador, la calzada y la ruta, la luna grande y cenicienta de otoño colgando de un cielo impoluto, el verde amanecer sin lógica y sin generosidad que no se termina, la sonrisa que parecía detener la luz, las promesas formuladas bajo la palidez cómplice de la luz del lucero del alba, y las sin formular que nunca recibieron completo cumplimiento…
Corto mis meditaciones y salgo de la habitación. Busco un médico para saber el estado de aquella mujer indefensa, su capacidad de reacción ante la crisis. Cuando lo encuentro me dice que Laura cree haber muerto y estar en una especie de reducto hecho sólo para ella, donde nadie más tiene cabida y del que es muy difícil sacarla.
--¿No hay esperanza entonces? -pregunto.
--Su mecanismo de defensa la impulsa a la fantasía, trata de mantener en su inconsciente todas aquellas imágenes consideradas como incompatibles con su mundo de valores.
De seguro que en Laura continuarán permaneciendo activas sus íntimas imágenes por mucho tiempo. Sin embargo hay esperanzas que regrese en cualquier momento a la realidad y vuelva a ver el mundo tan hermoso como es. Cuando eso ocurra, es posible que todo sea para ella como antes, y pueda nuevamente levantar el vuelo. Si esto sucede yo estaré a su lado. Sí, decididamente lo estaré, no por lástima, la esperaré únicamente porque Laura necesita amorosidad, ternura y algo de cariño para poder continuar en este mundo del que ha huido. Ha condicionado su libertad a un pasado íntimo, propio y cerrado en el que sólo cabe ella, nadie más. Y es ese pensamiento el que me golpea el cerebro una y otra vez hasta producirme un intenso dolor en el corazón.