viernes, 18 de enero de 2008

Extracto de mi novela "TODO QUEDA EN SOLEDAD"





Caminaba despacio por la avenida, con ambas manos dentro de los bolsillos del pantalón. Deambulé sin rumbo fijo, hasta que se interrumpió la avenida y una luminosa fuente circular apareció ante mí. El reflejo de la luz solar sobre el agua cristalina cegó mis ojos. Había en el aire un olor a azucenas, a lirios y al azahar que desprendían los naranjos en flor de la plaza. Fue de repente, al cruzar la calle, un coche se detuvo. ¿Quién podría decir el instante preciso en que empieza a tramar sus telas de araña el destino? Yo no le hubiera prestado más atención de la necesaria si unos ojos no se hubiesen clavado en mí, suplicantes, como llamas vivas. Era una mujer joven y sonreía. Sonrió todo el tiempo sentada en su coche rojo. La miro, la observo con detenimiento. Francamente guapa, de larga melena rubia, acaracolada, limpia como un amanecer de verano y reluciente semejando el oro de las iglesias, que cae a raudales sobre sus hombros.
De pronto a mí se me olvidó el coche rojo, el calor de la mañana, el olor a primavera y mi nombre. Se me olvidaron las pesadumbres de noches oscuras, las risas de otros meses de mayo, el gozo presentido al imaginar el mundo compartido, el júbilo de haber adivinado que una mañana de agosto se inauguraba, junto al mar, algo muy semejante a la felicidad. Y supe, de manera tajante, que había vivido para llegar hasta allí y lo demás no importaba.
Durante un tiempo interminable la mujer me ofreció su sonrisa, que yo tomé hambriento de sus besos. Luego, bajó del coche y tiró de mí y anduvimos sin hablar, cómplices de una realidad bondadosa. Ahora a mi alrededor todo parecía un parque, la calle larga y estrecha, las gentes multicolores, la fuente luminosa…
De repente me dijo:
--¿No me preguntas nada?
--No es preciso -contesté aturrullado.
--¿Ni siquiera mi nombre?
--Eso sí me interesa -me miré en sus ojos-. Yo soy Francisco de Borja, ¿y tú?
--Filomena Espírito.
--Ya nos conocemos.
--Entonces, ven…
--¿Adónde?
--Aquí -se detuvo-. Espérame un momento.
Quise protestar, pero me hizo callar con un gesto de su dedo en los labios. Y desató sus ojos de los míos cuando se marchó. Permanecí allí, sin moverme, temeroso de perderla, sin pestañear para no despertar del sueño. Ella no sabía mis propósitos, ni mi dirección. Yo los suyos, tampoco. Tenía que regresar a donde me dijo que esperara un momento.
Todos los enamorados del mundo hacen las mismas cosas, dicen las mismas cosas, se estremecen de la misma manera… Quise pensar que aquella era la mujer que yo estuve esperando siempre. Y el susurro de su cantarina voz en mi oído lo altera todo. Y llevo al encuentro mi ansia de vivir, mi anhelo por consumar el amor que poseo, y acabé sintiéndome feliz.
Cuando regresó su sonrisa se había incrementado y la envolvía un aroma embriagador.
--Hueles a primavera -le digo, aspirando el penetrante perfume.
Me contestó, agitando su pelo al viento:
--Hasta luego.
--¿Te vas?
--Sí -dijo.
--¿Y me dejas así, tan de repente? -protesté.
--Tengo que marcharme.
--No puedes privarme de esta mañana clara, de esta caricia, de este sol que se arrastra hasta nosotros como una alfombra de amor…
--¿Lo ves? -y señaló a su alrededor-. Nadie nos ha privado de este minuto nuestro.
--Un minuto. No me has dado más que eso.
--Hasta pronto…- y desapareció de mí entre risas alborozadas.
Aquella noche no quise dormir para no perder su recuerdo. Me fui al día siguiente a esperarla en el mismo lugar. La recordaba tanto, la echaba tanto de menos, que era incapaz de hacer otra cosa. Pero no tenía nada que ofrecerle, sólo una vida que compartir con ella…


miércoles, 9 de enero de 2008

Te invito a volar en mi fantasía


Te invito a volar en mi fantasía,
hermano del alma,
entre el gemido de los ojos y el agua
que se llevaron tu risa contenida.
Quiero soñar con parajes escondidos,
con gestos ya dispersos,
con vientos que acuñaron tus latidos.
Pero despierto del letargo en que vivo,
alma entristecida y el corazón amargo
sin comprender por qué te has ido.
Árboles de tierra y hojas fértiles,
que encienden los fuegos morados
de siete cielos con mares de bronce,
te esperan para envolver tu sueño,
hermano del alma.
Agujas que profanan tu carne dolorida,
manantiales azules y sonoros,
que llagan tu piel, precisamente allí,
donde las lunas de plata
producen sabor amargo en los labios.
Sólo tú, hermano del alma,
presencia inagotable de mi noche eterna,
me obligas a cabalgar
entre los parajes de la blanca espuma
que circundan la vida y la muerte.
Tu ya no sabes quién soy yo,
pero yo todavía sé muy bien quién eres tú.
Por eso me sacio de ti en los recuerdos,
y te invito a volar en mi fantasía
entre las grises olas de una noche sin luna.
Tu voz fue enterrada por campanas de duelo,
y vientos de sepulcros me golpean las arterias
ajenos a tu muerte y la mía,
sellando el labio a la inoportuna queja.
El frío que ahora siento lo llevo en el alma,
he aquí mis versos, lágrimas sentidas,
con las pupilas ajadas del desvelo.
Soñaba yo que me ahogaban los sollozos,
y me vi huérfano el corazón
llorando más que nunca tu ausencia.
Ya no hay dicha de horas compartidas,
hermano del alma,
todo es un lento sufrir callando
con espinas que duelen al tocarlas.
Rosas y espinas que embellecen las horas,
que gritan muy quedo tu nombre
entre las sombras que ocultan el sueño,
para dejar tan sólo rastros de amor
en el leve tono de las palabras dichas,
mientras voy a tu encuentro…
 
 

sábado, 5 de enero de 2008

MEDIA HORA CON TATIANA (Extracto de mi novela)




He recorrido el camino despacio. Faltan unos minutos para las nueve y en otoño, a esta hora, ya es noche cerrada. Se han encendido las farolas que circundan la plaza hace tan sólo unos momentos. Estas luces parecen artefactos medievales clavados en el asfalto, y tienen extrañas formas arquitectónicas de complicada definición técnica. La luz ambigua que difunden sus focos apenas consigue levantar reflejos metálicos en las lustrosas baldosas que cubren la acera. Entro en el café y bajo las escaleras lentamente con una premura reprimida. Es un local discreto y elegante, no muy amplio y recoleto en su ubicación y acogedor, con suave música ambiental y un público variopinto. Aquí hay muchas parejas que se embozan con un recato artificioso tras unas columnas de mármol blanco donde se miran a los ojos y se musitan quedas palabras impregnadas seguramente de pasión.

Cada uno está a lo suyo y nadie parece fijarse en mí más de lo necesario. El murmullo de una canción de fondo terminó por hacerme sentir un poco mejor, más animado, y el intenso olor a torrefacto que llegaba hasta mi hace que definitivamente aquel ambiente, tan distinto del habitual, estimule mis deseos y me haga desear vivir una aventura. Me siento en la barra y pido al camarero un café solo. Sobre mi cabeza la luz ambarina se mezcla con el ocre brumoso procedente de la Plaza de la Marina que se tamiza desde el techo por una claraboya de cristales traslúcidos, amarillentos, como la tibia luminosidad del reflejo ambiental del salón. Pasan ya unos minutos de las nueve de la noche y en esta quietud percibo una sensación infinita de libertad, de abandono de todo lo cotidiano, mientras observo con reprimida impaciencia la escalera por donde Laura debe aparecer. Es ridículo, pero creo que estoy nervioso por la inmediatez del encuentro.


Ninguno de los dos nos conocemos personalmente. Sólo habíamos escuchado nuestras voces por teléfono en una conversación plagada de circunloquios. Finalmente ella propuso la cita y yo acepté, eso fue todo lo ocurrido. Los dos ignorábamos cómo éramos mutuamente. Sólo sabía de ella que era morena, de pelo corto y estatura media, muy habladora, más o menos de mi edad y que reía siempre con su voz áspera. Parece incomprensible, pero ahora siento una tremenda curiosidad por conocerla, por comprobar el color exacto de sus ojos. A lo mejor incluso me gusta como mujer.


Me invade el temor de que se trate de una broma, una burla de mal gusto, tonta e inocente, sin sentido, tramada por una mujer con la sola intención de mofarse. De ser así tendría que haber alguien en una de las mesas cercanas riendo mi estupidez al verme allí esperando como un imbécil, aguardando la llegada de Laura que no se produciría. Sin embargo, ¿podría ser Laura esa mujer que me comprenda y que me ofrezca el sosiego necesario sin reparar en mis defectos y sí en mis cualidades? ¿Y sería yo capaz a mi edad, pasado el muro de la media vida, de despertar hasta ese punto el interés personal de alguien del sexo opuesto?


jueves, 3 de enero de 2008

Amada mía

 
Tú nunca lo sabrás, amada, lo grande que es mi amor, avivado por el recuerdo de tu voz y tu figura, tu... alegre sonrisa que no se aparta de mi mente. Tú nunca lo sabrás, amada. Cuando pasas por mi lado yo vigilo tu mirada y tu andar y me sonríes, el corazón de plata golpea ruidoso, y me asombro de que no vuelvas la cabeza al oírlo. Un torrente de emociones inunda vertiginosamente el arroyo de mi pecho. Mis pensamientos convergen en tu figura, en tus ojos cristalinos, en tu nariz, que es una fuente de dos caños donde mana, cuando manan, dos hilillos de plata. Tu cara de azucena, tu cinturita de avispa, tus piernas, tu voz pausada, tu sonrisa, tu mirada... Toda tú, tan proporcionada, tan armoniosa. Y tu voz, que me suena a canto de ruiseñor, y tu risa, a catarata. Cuando contemplo tus ensortijados rizos y tu cara rosada, me salgo de mí. Y comparo tu risa de la noche con la de la mañana. Ambas son blancas, dulces como la miel, incitadoras como el vino, deslumbradoras como el sol y contagiosas como la gripe. Embelesa tu conversación por lo fluida y graciosa. ¿Cómo no sentirme enamorado desde el primer momento? He halagado tu vanidad diciéndote una pamplina y me has pagado con tu más preciosa sonrisa. Aún veo, en la fotografía del recuerdo, tu imagen de sirena tendida en el agua. Tu piel mojada, el nacimiento de tus senos, tu cintura, las columnas de tus piernas. ¿Cómo podré olvidarlo? Y sin embargo, acabas ignorándome. ¿Por qué no te lastimas de mí? Porque tú sabes qué me pasa. Lo intuyes, lo adivinas... ¿Por qué, entonces, consientes que yo me caiga a trozos, como se cae la piel reseca del bañista? ¿Es que tu corazón es sordo? Te veo cada día. Es consuelo y martirio tu presencia. Si estás, porque la navaja de los celos me corta la respiración ante una frase atrevida o una mirada codiciosa. Si no estás, porque añoro tu risa y tu mirar profundo, como el río añora el cauce que ha de llevarle a la mar. Así no vivo, amada mía…

 

martes, 1 de enero de 2008

MARÍA LA SOLTERA




Veinte años atrás la frondosidad de los álamos tamizaba la luz del verano en esa misma avenida por donde se entra a la pequeña población desde el este. De esa época conservaba María sus recuerdos más preciados, algunas fotos dispersas en el comodín de su alcoba, y la luz, sobre todo la luz que entraba a borbotones por las ventanas de su casa desde que mediaba el mes de Mayo. En aquel entonces María era joven, alegre y vivaracha, de cuerpo grácil y esbelta silueta, de  melena larga, acaracolada, limpia como el amanecer de verano y reluciente como el oro de las iglesias, que cae a raudales sobre sus hombros. Había pasado su juventud casi sin darse cuenta. Si intentaba recordar algún hecho destacado de su vida que se saliese de lo normal, sólo encontraba en ella a Miguel Jordano cuando subía las tardes de domingo hacia la plaza de la Iglesia repitiéndose al oído, seductoramente, palabras amorosas de felicidad compartida. Ahora, con el paso del tiempo al evocarlas suenan torpes, escuálidas, difuminadas por  el correr de los años. Pero María, ahora cuarentona, con su cabello inundando ya de encanecidos mechones por el inexorable paso del tiempo, deja pasar su turno. Necesita que el azar le desbarate opiniones y certezas, tal es su confusión de la vida, un tiempo que ella había soñado desde siempre necesariamente de un color rosado.
Todas las mañanas a la misma hora, durante la semana de vísperas de fiesta, la fanfarria campanil de la Iglesia llama a la gente a la primera misa dedicada a la Virgen. En esos bronces parece oír disfrazada, la voz de Miguel, como si supiera que el recuerdo sólo era cuestión de un instante, un soplo en el tiempo, un tenue fulgor malva en las nubes después del sol de los pobres.
-La misa de Nuestra Señora... -musita.
Sale al balcón. En su mente, Miguel Jordano, su novio de hace veinte años, es el único personaje que unifica estas vivencias. Y vuelven a sonar las campanas de la Iglesia. A través del balcón abierto llegaban ahora desde la plaza, agudos e irritantes, los gritos de la chiquillería presagiando el comienzo de las fiestas. Como cada año la proximidad de las fiestas era para María un período cargado de melancolía y alborozada inquietud por la posibilidad de que Miguel Jordano regresara. Para sus vecinos, ver a María asomada al balcón con la mirada perdida en el horizonte, igual y siempre renovada cada tarde, era ya un cuadro clásico para todos los que paseaban por la avenida en aquellas horas del crepúsculo.
Habían pasado los años y ahora María era una cuarentona de muy buen ver, que aún conservaba una cierta elegancia y belleza, pero que con el correr de los días se le marchitaba. Se había forjado  un mundo íntimo donde acudía todas las tardes a revivir su pasado. Cuando Miguel Jordano se marchó del pueblo, su vida quedó rota en plena juventud. Para superar aquel estado de amarga desolación tuvo que detener el reloj de su memoria en aquella etapa maravillosa de su amor, refugiándose en ella y resucitar así cada día los momentos de dicha vividos con Miguel. Pero si continuaba soltera bien sabía ella que era por propio deseo, porque nunca concibió el casarse con otro hombre. Y en esa fidelidad al recuerdo había cimentado la lucha y el sentido de su vida.
De las cosas que más le gustaba recordar eran aquellas tardes de domingo, en que iban a pasear solos por los verdes lindazos cuajados de vinagreras y margaritas, donde charlaban y tomándose de las manos se miraban a los ojos. Nunca podría olvidar aquella noche, en los jardines de la plaza nueva, junto al viejo roble centenario recubierto de rododendros, entre los rosales y sampedros, en que Miguel Jordano, con voz enronquecida y trémula le dijo inesperadamente que la quería mientras depositaba un beso en sus labios. Todavía hoy, pasadas más de dos décadas, le parecía percibir en la piel el calor de aquel primer beso. Por eso jamás se atrevió a pensar en otro hombre, por eso no le importaba vivir cien años soltera, porque ella había gozado de las dulces exquisiteces de un amor auténtico. Con el recuerdo le bastaba, no había exigido nada más.
El súbito repique de las campanas de la iglesia anunciando la inminente salida en procesión de la Virgen, la sacó de su abstracción. Alzó los ojos y vio el sol en medio de una inmensa hoguera deslumbrante, hundiéndose irremisiblemente en los vastos abismos del poniente. Los niños jugaban en la plaza gritando con gran alboroto, los gorriones piaban desaforados sobre las altas copas de los árboles y las palomas blancas revoloteaban majestuosas y finas en la torre y en el tejado de la iglesia. Poco a poco en el cielo fue quedando una claridad vidriosa que se prolongaba más allá de sí misma, por donde apuntaban ya tililantes algunas estrellas. María abandonó el balcón y se dispuso a arreglarse para ir acompañando a la Virgen en su salida procesional. La plaza presentaba un aspecto festivo, animado y bullicioso, que se repetía como cada año. La banda de tambores y cornetas tomaba ya posiciones junto a la puerta de la iglesia. Los cohetes subían mientras que los gorriones piaban, desaforados, y las palomas blancas revoloteaban majestuosas y finas en la torre y en el tejado de la Iglesia. María se sentía dichosa. Las fiestas eran para ella un poco volver al pasado, revivir de nuevo en la memoria su guardado amor. La emocionaban la música, la tradición, los recuerdos, el gentío, todo aquel gentío...
De pronto sus ojos se detuvieron en otros ojos. Su cuerpo se estremeció con una sacudida violenta y el corazón se le revolvió en el pecho con rápidas y descompasadas palpitaciones. Un rubor caliente le inundó el rostro y tuvo la sensación de que le quemaba las mejillas. Bajo los ojos negros y profundos que tanto sobresalto causara en María, estaba la sonrisa franca de Miguel Jordano, de aquel Miguel, de éste Miguel, de Miguel Jordano que venía hacia ella con la sonrisa franca. Miles de pensamientos, apreciaciones y sensaciones se cruzaron por su mente en unos pocos segundos. De golpe toda su vida, la que guardaba con tanto celo y a la que acudía a diario, le pareció un sueño absurdo. La sobrecogió un sentimiento de temor y frustración, como si su vivencia anterior hubiese perdido en un momento toda coherencia y todo sentido.
Cuando se encontraron frente a frente, apenas se reconocieron. El Miguel Jordano de su amor, que durante tantos años había preservado en el corazón y en la memoria creándole un lugar preferente en sus sentimientos más íntimos, lejos del envejecimiento y los deterioros del tiempo, estaba muriendo ahora ante la presencia de este Miguel más que cuarentón, de rostro arrugado, pelo escaso y canoso y estómago pronunciado, pero con la misma mirada profunda y sonrisa franca de siempre, que le tendía su mano fuerte y afectuosa.
-Hola, María...
Qué extraño y desconcertante era todo para ella. Y sin embargo algo del joven Miguel Jordano quedaba todavía vivo en aquella mirada negra, en aquella voz ronca y sobre todo, en aquella sonrisa franca y abierta.
-¿Ya no te acuerdas de mí? -insistió él, al ver la indecisión de María.
-Sí, claro... -titubeó por uno instantes.
La luz de las velas que iluminaba el inmaculado rostro de la Virgen, se reflejaba ya en el umbral de la puerta. La voz del capataz sonó potente y clara animando a los costaleros, al tiempo que golpeaba con el aldabón del paso. ¡A ésta es!
Un aplauso unánime y un clamor de alabanzas recorrió la plaza, como una ola invisible en un mar nocturno. La Virgen, plena de belleza, salió radiante sobre el paso esmeradamente adornado con nardos, rosas, claveles, velas y candelabros de plata. El griterío, la música, los cohetes y las campanas encendieron el ambiente en un regocijo colectivo y desbordante.
­¡Viva la Virgen de las Huertas!
María, con lágrimas en los ojos, miró el rostro de la Virgen como tras un cristal empañado. A su lado, inmóvil, Miguel Jordano permanecía también emocionado. A hombros de los jóvenes costaleros, arropada entre vítores y aplausos, la Virgen avanza calle adelante, mientras desde lo alto una luna grande y cenicienta dormita solitaria sobre las viejas almenas del castillo árabe.
                                                                      *  *  *
No obstante María continúa viviendo, pues ese es el misterio de la existencia, mudar días, envejecer hora a hora hasta la muerte. Llega de nuevo el invierno. Cuando la habitación ha comenzado a oscurecerse por la irremisible puesta del sol, María salió al balcón. Con la mirada perdida en el horizonte apoyó los codos sobre la baranda de hierro pintada de negro, posó las mejillas en las palmas de sus manos con expresión soñadora, y se entregó a los recuerdos. Se había dado cuenta que no contó con el inexorable paso de los años que todo lo modifica y como frágil cristal, aquel Miguel de ahora que tuvo frente a frente y que apenas conocía, se quebró en mil pedazos sin conseguir hacerle revivir de nuevo la guardada pasión. Para ella, su verdadero amor, el del joven que todavía hoy le parecía percibir en la piel el calor apasionado de su primer beso, era el que quería conservar, el que jamás moriría en su corazón.
Ese era el Miguel Jordano de su lejana juventud.




El LIRIO Y LA ORQUÍDEA (Cuento)





Una vez existió un Lirio en el prado de Nunca Jamás. Creció, y cuando destacó por su delicado perfume, se dio cuenta de que estaba solo. Entonces comenzó a buscar una bella flor con quien compartir aquel perfume maravilloso. Y así, cierta mañana de primavera, mientras buscaba a su linda flor, llegó hasta él un perfume hermoso que brotaba detrás de un gran arbusto. No sabía a quién pertenecía, pues no podía ver más allá del seto que los separaba.
Preguntó, entonces:
--¿De qué bella flor brota tan hermoso perfume?
Y, de repente, sintió que fue correspondido desde el otro lado:
--Soy una Orquídea solitaria…
El adorable aroma era  muy diferente al de las demás Orquídeas que el Lirio conocía.  Comenzaron a hablar a través del seto, pero el Lirio necesitaba saber más, así que preguntó de nuevo:
--¿Cómo eres, Orquídea?
Y ella le contesto, y le dijo cosas de sí misma que encantaron al Lirio. Sus relatos solo hacían que el Lirio quisiera embriagarse más del hermoso perfume de la Orquídea, deseaba verla, admirar sus pétalos.  Sólo que existía un obstáculo insalvable entre ellos; el arbusto terrible que no los dejaba verse ni tocarse. El Lirio trato de buscar la manera de cómo llegar a la Orquídea, pero su esfuerzo resultó inútil, porque las lluvias y los vientos no permitían que llegase hasta ella, a pesar de los esfuerzos que realizaba para observar su hermosura y aspirar su perfume para siempre.   
Ante tanto obstáculo, se contuvo, no quiso decirle todas las cosas bonitas que se agolpaban en su corazón, por miedo a perder el perfume que le ofrecía cada mañana. La Orquídea hermosa lo sabe, se siente alagada, y continua perfumando al Lirio a pesar de la distancia que los separa. Para ella esto no era difícil, porque  las orquídeas nacen con sus pétalos abiertos, dejando al descubierto su belleza interior que solo tienen las flores mas hermosas. 
El Lirio también trataba de abrir sus pétalos cada mañana para demostrar que amaba a la Orquídea, y con el tiempo lo logró. Permitió así que el interior de su ser se viera ante todos sin temor. Sólo le importaba el perfume de la Orquídea, nada más que eso, que le era ofrecido a pesar de las dificultades y del obstáculo con el arbusto. 
Pero cierto día, un viento fuerte azoto el lugar donde habitaban las dos flores y, para sorpresa del Lirio, un pétalo hermoso de la Orquídea se desprendió de ella y cayó a su lado. El pétalo era uno de los más bellos, mostrando todos los colores que poseía su dueña. A través de la fuerza del viento, la Orquídea le habló al Lirio, y le dijo:
-- Mi amado, guarda ese tesoro que te ha llegado, y cuando vengas a mi me lo devuelves. No lo maltrates por nada, pues en ti lo he confiado. 
El Lirio guardo celosamente el pétalo de su enamorada, no permitiendo que nada marchitase ese hermoso regalo. Y pasaron los días, y las tempestades no dejaban acercarse al Lirio hasta donde estaba su Orquídea. Frustrado ante las inclemencias del tiempo, siguió buscando alternativas, sabiendo que llegarían los meses en que sería inevitable el encuentro de los dos enamorados. Las inclemencias no afectaron sus sentimientos, muy al contrario, a cada dificultad que aparecía abría más sus pétalos para perfumar a la hermosa Orquídea, aunque ella  estuviese lejos de su presencia.
Hasta que cierto día el Lirio comenzó a sentir que el perfume de su amada no llegaba a él con la intensidad acostumbrada. Y pensó:
--¿Se habrá enfermado mi Orquídea? 
Pensó eso y muchas cosas más, pero nunca dudó de la fidelidad de su hermosa enamorada, porque en ella había puesto todo su amor. Busco el pétalo que la Orquídea le había encomendado, y notó con amargura como éste se estaba marchitado. De inmediato fue a la Luna, su protectora, y le pidió consejo.
--Luna –preguntó-, ¿por qué el tesoro que custodia mi corazón se marchita, si yo había puesto el pétalo en un lugar seguro? 
La Luna le contesto:
--Lirio, no es tu culpa, puede que haya visto otro Lirio más hermoso y le haya dado su perfume.
El Lirio, entristecido, le respondió
--No creo eso, poderosa Luna, aunque no me regala su perfume como antes lo hiciera, sigue siendo mía. 
Díjole la Luna, para consolarle:
--Las Orquídeas cambian el don de su perfume sin querer con el paso de los días, o sin saber que lo cambian, puede ser ese el motivo.
Y el Lirio preguntó de nuevo a la sabia Luna:
--¿Y qué puedo hacer para recuperar de nuevo su perfume?  No quiero agua, ni sol, ni viento, sólo deseo tener otra vez su perfume, como antes. 
La Luna, sentenció:
-Mira, Lirio; has sido muy hábil en conseguir el perfume de la Orquídea, pero debes de reconocer que nunca más será igual, pues cuando la flor varia el don de su aroma, este nunca se recupera totalmente –y prosiguió-: No te olvides que no son iguales las Orquídeas y los Lirios, así que no sigas esperando en su perfume, pues ya no es tuyo. 
Y el Lirio se quejo a la luna:
--¿Qué hago, entonces, con mis pétalos abiertos? Ahora siento que el sol me quema,  que la lluvia me ahoga y el viento desgaja mis hojas.
La Luna respondió:
--Ciérralos, pero no olvides lo hermoso que es tenerlos abiertos y ofrecer su perfume de quien fue tu amada Orquídea. 
--Una última cosa, poderosa Luna –pidió el Lirio-. Es que con mis pétalos abiertos sólo escribía cosas bellas a mi amada Orquídea. Ahora quién escuchara el eco de mis palabras,  y para quién escribiré frases hermosas… Si no puedo con mi perfume, quiero seguir amándola con mi voz.
La Luna le contesto:
--Pues hazlo, Lirio. 
Y desde aquel día, el Lirio, habiendo entendido el razonamiento de la Luna, se dedicó a cantar cada mañana en el prado de Nunca Jamás su bella historia de amor entre dos flores hermosas que se conocieron, pero que nunca pudieron verse.