Caminaba despacio por la avenida, con ambas manos dentro de los bolsillos del pantalón. Deambulé sin rumbo fijo, hasta que se interrumpió la avenida y una luminosa fuente circular apareció ante mí. El reflejo de la luz solar sobre el agua cristalina cegó mis ojos. Había en el aire un olor a azucenas, a lirios y al azahar que desprendían los naranjos en flor de la plaza. Fue de repente, al cruzar la calle, un coche se detuvo. ¿Quién podría decir el instante preciso en que empieza a tramar sus telas de araña el destino? Yo no le hubiera prestado más atención de la necesaria si unos ojos no se hubiesen clavado en mí, suplicantes, como llamas vivas. Era una mujer joven y sonreía. Sonrió todo el tiempo sentada en su coche rojo. La miro, la observo con detenimiento. Francamente guapa, de larga melena rubia, acaracolada, limpia como un amanecer de verano y reluciente semejando el oro de las iglesias, que cae a raudales sobre sus hombros.
De pronto a mí se me olvidó el coche rojo, el calor de la mañana, el olor a primavera y mi nombre. Se me olvidaron las pesadumbres de noches oscuras, las risas de otros meses de mayo, el gozo presentido al imaginar el mundo compartido, el júbilo de haber adivinado que una mañana de agosto se inauguraba, junto al mar, algo muy semejante a la felicidad. Y supe, de manera tajante, que había vivido para llegar hasta allí y lo demás no importaba.
Durante un tiempo interminable la mujer me ofreció su sonrisa, que yo tomé hambriento de sus besos. Luego, bajó del coche y tiró de mí y anduvimos sin hablar, cómplices de una realidad bondadosa. Ahora a mi alrededor todo parecía un parque, la calle larga y estrecha, las gentes multicolores, la fuente luminosa…
De repente me dijo:
--¿No me preguntas nada?
--No es preciso -contesté aturrullado.
--¿Ni siquiera mi nombre?
--Eso sí me interesa -me miré en sus ojos-. Yo soy Francisco de Borja, ¿y tú?
--Filomena Espírito.
--Ya nos conocemos.
--Entonces, ven…
--¿Adónde?
--Aquí -se detuvo-. Espérame un momento.
Quise protestar, pero me hizo callar con un gesto de su dedo en los labios. Y desató sus ojos de los míos cuando se marchó. Permanecí allí, sin moverme, temeroso de perderla, sin pestañear para no despertar del sueño. Ella no sabía mis propósitos, ni mi dirección. Yo los suyos, tampoco. Tenía que regresar a donde me dijo que esperara un momento.
Todos los enamorados del mundo hacen las mismas cosas, dicen las mismas cosas, se estremecen de la misma manera… Quise pensar que aquella era la mujer que yo estuve esperando siempre. Y el susurro de su cantarina voz en mi oído lo altera todo. Y llevo al encuentro mi ansia de vivir, mi anhelo por consumar el amor que poseo, y acabé sintiéndome feliz.
Cuando regresó su sonrisa se había incrementado y la envolvía un aroma embriagador.
--Hueles a primavera -le digo, aspirando el penetrante perfume.
Me contestó, agitando su pelo al viento:
--Hasta luego.
--¿Te vas?
--Sí -dijo.
--¿Y me dejas así, tan de repente? -protesté.
--Tengo que marcharme.
--No puedes privarme de esta mañana clara, de esta caricia, de este sol que se arrastra hasta nosotros como una alfombra de amor…
--¿Lo ves? -y señaló a su alrededor-. Nadie nos ha privado de este minuto nuestro.
--Un minuto. No me has dado más que eso.
--Hasta pronto…- y desapareció de mí entre risas alborozadas.
Aquella noche no quise dormir para no perder su recuerdo. Me fui al día siguiente a esperarla en el mismo lugar. La recordaba tanto, la echaba tanto de menos, que era incapaz de hacer otra cosa. Pero no tenía nada que ofrecerle, sólo una vida que compartir con ella…
De pronto a mí se me olvidó el coche rojo, el calor de la mañana, el olor a primavera y mi nombre. Se me olvidaron las pesadumbres de noches oscuras, las risas de otros meses de mayo, el gozo presentido al imaginar el mundo compartido, el júbilo de haber adivinado que una mañana de agosto se inauguraba, junto al mar, algo muy semejante a la felicidad. Y supe, de manera tajante, que había vivido para llegar hasta allí y lo demás no importaba.
Durante un tiempo interminable la mujer me ofreció su sonrisa, que yo tomé hambriento de sus besos. Luego, bajó del coche y tiró de mí y anduvimos sin hablar, cómplices de una realidad bondadosa. Ahora a mi alrededor todo parecía un parque, la calle larga y estrecha, las gentes multicolores, la fuente luminosa…
De repente me dijo:
--¿No me preguntas nada?
--No es preciso -contesté aturrullado.
--¿Ni siquiera mi nombre?
--Eso sí me interesa -me miré en sus ojos-. Yo soy Francisco de Borja, ¿y tú?
--Filomena Espírito.
--Ya nos conocemos.
--Entonces, ven…
--¿Adónde?
--Aquí -se detuvo-. Espérame un momento.
Quise protestar, pero me hizo callar con un gesto de su dedo en los labios. Y desató sus ojos de los míos cuando se marchó. Permanecí allí, sin moverme, temeroso de perderla, sin pestañear para no despertar del sueño. Ella no sabía mis propósitos, ni mi dirección. Yo los suyos, tampoco. Tenía que regresar a donde me dijo que esperara un momento.
Todos los enamorados del mundo hacen las mismas cosas, dicen las mismas cosas, se estremecen de la misma manera… Quise pensar que aquella era la mujer que yo estuve esperando siempre. Y el susurro de su cantarina voz en mi oído lo altera todo. Y llevo al encuentro mi ansia de vivir, mi anhelo por consumar el amor que poseo, y acabé sintiéndome feliz.
Cuando regresó su sonrisa se había incrementado y la envolvía un aroma embriagador.
--Hueles a primavera -le digo, aspirando el penetrante perfume.
Me contestó, agitando su pelo al viento:
--Hasta luego.
--¿Te vas?
--Sí -dijo.
--¿Y me dejas así, tan de repente? -protesté.
--Tengo que marcharme.
--No puedes privarme de esta mañana clara, de esta caricia, de este sol que se arrastra hasta nosotros como una alfombra de amor…
--¿Lo ves? -y señaló a su alrededor-. Nadie nos ha privado de este minuto nuestro.
--Un minuto. No me has dado más que eso.
--Hasta pronto…- y desapareció de mí entre risas alborozadas.
Aquella noche no quise dormir para no perder su recuerdo. Me fui al día siguiente a esperarla en el mismo lugar. La recordaba tanto, la echaba tanto de menos, que era incapaz de hacer otra cosa. Pero no tenía nada que ofrecerle, sólo una vida que compartir con ella…