He recorrido el camino despacio. Faltan unos minutos para las nueve y en otoño, a esta hora, ya es noche cerrada. Se han encendido las farolas que circundan la plaza hace tan sólo unos momentos. Estas luces parecen artefactos medievales clavados en el asfalto, y tienen extrañas formas arquitectónicas de complicada definición técnica. La luz ambigua que difunden sus focos apenas consigue levantar reflejos metálicos en las lustrosas baldosas que cubren la acera. Entro en el café y bajo las escaleras lentamente con una premura reprimida. Es un local discreto y elegante, no muy amplio y recoleto en su ubicación y acogedor, con suave música ambiental y un público variopinto. Aquí hay muchas parejas que se embozan con un recato artificioso tras unas columnas de mármol blanco donde se miran a los ojos y se musitan quedas palabras impregnadas seguramente de pasión.
Cada uno está a lo suyo y nadie parece fijarse en mí más de lo necesario. El murmullo de una canción de fondo terminó por hacerme sentir un poco mejor, más animado, y el intenso olor a torrefacto que llegaba hasta mi hace que definitivamente aquel ambiente, tan distinto del habitual, estimule mis deseos y me haga desear vivir una aventura. Me siento en la barra y pido al camarero un café solo. Sobre mi cabeza la luz ambarina se mezcla con el ocre brumoso procedente de la Plaza de la Marina que se tamiza desde el techo por una claraboya de cristales traslúcidos, amarillentos, como la tibia luminosidad del reflejo ambiental del salón. Pasan ya unos minutos de las nueve de la noche y en esta quietud percibo una sensación infinita de libertad, de abandono de todo lo cotidiano, mientras observo con reprimida impaciencia la escalera por donde Laura debe aparecer. Es ridículo, pero creo que estoy nervioso por la inmediatez del encuentro.
Ninguno de los dos nos conocemos personalmente. Sólo habíamos escuchado nuestras voces por teléfono en una conversación plagada de circunloquios. Finalmente ella propuso la cita y yo acepté, eso fue todo lo ocurrido. Los dos ignorábamos cómo éramos mutuamente. Sólo sabía de ella que era morena, de pelo corto y estatura media, muy habladora, más o menos de mi edad y que reía siempre con su voz áspera. Parece incomprensible, pero ahora siento una tremenda curiosidad por conocerla, por comprobar el color exacto de sus ojos. A lo mejor incluso me gusta como mujer.
Me invade el temor de que se trate de una broma, una burla de mal gusto, tonta e inocente, sin sentido, tramada por una mujer con la sola intención de mofarse. De ser así tendría que haber alguien en una de las mesas cercanas riendo mi estupidez al verme allí esperando como un imbécil, aguardando la llegada de Laura que no se produciría. Sin embargo, ¿podría ser Laura esa mujer que me comprenda y que me ofrezca el sosiego necesario sin reparar en mis defectos y sí en mis cualidades? ¿Y sería yo capaz a mi edad, pasado el muro de la media vida, de despertar hasta ese punto el interés personal de alguien del sexo opuesto?
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