Tú nunca lo sabrás, amada, lo grande que es mi amor, avivado por el recuerdo de tu voz y tu figura, tu... alegre sonrisa que no se aparta de mi mente. Tú nunca lo sabrás, amada. Cuando pasas por mi lado yo vigilo tu mirada y tu andar y me sonríes, el corazón de plata golpea ruidoso, y me asombro de que no vuelvas la cabeza al oírlo. Un torrente de emociones inunda vertiginosamente el arroyo de mi pecho. Mis pensamientos convergen en tu figura, en tus ojos cristalinos, en tu nariz, que es una fuente de dos caños donde mana, cuando manan, dos hilillos de plata. Tu cara de azucena, tu cinturita de avispa, tus piernas, tu voz pausada, tu sonrisa, tu mirada... Toda tú, tan proporcionada, tan armoniosa. Y tu voz, que me suena a canto de ruiseñor, y tu risa, a catarata. Cuando contemplo tus ensortijados rizos y tu cara rosada, me salgo de mí. Y comparo tu risa de la noche con la de la mañana. Ambas son blancas, dulces como la miel, incitadoras como el vino, deslumbradoras como el sol y contagiosas como la gripe. Embelesa tu conversación por lo fluida y graciosa. ¿Cómo no sentirme enamorado desde el primer momento? He halagado tu vanidad diciéndote una pamplina y me has pagado con tu más preciosa sonrisa. Aún veo, en la fotografía del recuerdo, tu imagen de sirena tendida en el agua. Tu piel mojada, el nacimiento de tus senos, tu cintura, las columnas de tus piernas. ¿Cómo podré olvidarlo? Y sin embargo, acabas ignorándome. ¿Por qué no te lastimas de mí? Porque tú sabes qué me pasa. Lo intuyes, lo adivinas... ¿Por qué, entonces, consientes que yo me caiga a trozos, como se cae la piel reseca del bañista? ¿Es que tu corazón es sordo? Te veo cada día. Es consuelo y martirio tu presencia. Si estás, porque la navaja de los celos me corta la respiración ante una frase atrevida o una mirada codiciosa. Si no estás, porque añoro tu risa y tu mirar profundo, como el río añora el cauce que ha de llevarle a la mar. Así no vivo, amada mía…
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