En el último año la enfermedad de mi querida
madre ha significado todo un suplicio para mí. Nada dicen sus ojos ni su boca,
pero yo sé de su pena y su amargura. Ver su lento y paulatino agotamiento
físico y su sonrisa de olvido, y su melancolía, reflejada en una mirada
ausente, carente de entusiasmo por la vida; y sus ojos mustios, dos pozos
oscuros de donde los mineros del sol han ido sacando lentamente su luz, me
nubla el alma. Su cuerpo, a la claridad oblicua que penetra desde el exterior,
se hace transparente, es una frágil niña de cristal. Su voz se transforma en
vientecillo de cáscaras en el suelo. Presiento en toda ella el dolor de la vida
que se le extingue, que se le vuelve abrumador. No se conforma y se echa a sí
misma de menos.
En estos últimos meses me llama
incansable. Escribe en el aire mi nombre con temblor y cuando me acerco a ella
para preguntarle qué desea, me da blandamente la dulzura de miel de su sonrisa
y me besa con sus labios secos, reencendidos, ardientes por la fiebre, mientras
musita quedo:
--Prenda mía...
En sus sarmentosos y grises cabellos está
viva también mi historia, porque yo soy parte de su ser, su misma carne. Por
eso, todo lo que a ella le duele, a mí me duele; todo lo que a ella le
preocupa, a mí me entristece. Poco a poco, mi querida madre del alma ha ido
reduciendo sus ansias de vivir a un mundo menor, al pequeño espacio de su
habitación, al sillón casi deslucido en que descansa y desde donde me ve ir y
venir y al que me acerco para darle su vaso de leche o sus medicamentos, o
simplemente para enjugarle la frente perlada de sudor. Ella entorna los ojos y
se inunda de esa otra vida onírica en la que fluyen sus raíces, musitando
nombres de seres queridos que ya no están... Busca lo que fue, pero aquel
momento huyó, no acude a la cita. Ahora le urge encontrarlo, se le extravió en
alguna parte, o se lo robaron. Pobres recuerdos destrozados. Olvidar, qué
imposible. La abrazadora boca del olvido que duele allí donde el dolor termina.
Yo la atiendo y la mimo y respeto esa
felicidad que ahora rememora. Ningún derecho tengo a quitársela, ninguno.
Sobre la mascarilla del oxígeno, que como
maná del cielo alimenta su debilitado corazón, me mira demostrando mi
necesariedad más que nunca, rozándome, si me acerco, la cara con su mano
debilitada por los años, murmurando quedo:
--Prenda mía...
Esas simples palabras, ese gesto, ese
momento feliz que atesora, culmina con creces mi esfuerzo y mi desvelo.
He gozado y reído con su risa. Pero en
estos últimos años sólo sus ojos brillan. Antes los enjugaba con unas
apresuradas lágrimas. Ahora ya no. Ahora soy yo quien, a escondidas en la noche
silenciosa, lloro de amargura con llanto acibarado. Y es que sus ojos perdieron
el pudor, ridículos temores. No habla de
la muerte porque quiere vivir. Las horas no molestan. Una sinceridad vegetal la
convierte en árbol; sus ramas escuchan en el viento, no esperan ya los nidos
presurosos, se van secando lentas las hojas. Habla de los suyos, de los que no
están de aquellos que se fueron para siempre, del amor que salpicó su paisaje.
Y entre todo eso, yo soy su presente al que no olvida jamás. A su llamada
inconsciente y constante acudo presuroso. Seguramente nada necesita. Bueno, sí;
sólo verme, sólo oír mi voz junto a su oído, sentir mi caricia. A veces pienso
que lo hace para asegurarse de que estoy cerca de ella. Ultimamente apenas
sonríe, pero cuando sonríe entre sueños, su felicidad me desborda. Nunca sabré
como piensa su cabeza adormecida, en la almohada tendida o recostada. Junta su
mejilla contra mi mejilla mientras mese mis cabellos amorosamente. Yo le musito
con un hilo de voz para no perturbar su sueño:
--Mamá querida.
Me responde quedo, conturbada la voz por
su lamentable respirar mientras intenta dibujar una sonrisa animosa en sus
labios:
--Prenda mía...
Cierra los ojos y presiento una lágrima
dolorosa a punto de caer de sus párpados. Es mucha la pena que inunda mi alma
al verla extinguirse igual que una vela que se consume. Pero aún así soy feliz
porque la tengo cerca, porque puedo aspirar su olor, cogerme a su mano. Y
porque sé que me necesita. Pero no; en realidad soy yo quien la necesita a ella
para seguir viviendo.
Y un día, desatadas las raíces de la tierra,
llamó la muerte de improviso, silenciosa y traicionera con su cola espantable,
a destiempo y en mala hora, sin que nadie escuchara sus pisadas, invadiendo el
cuerpo inerte y sin memoria, llevándose lo más preciado, imprescindible y
hermoso de mi mundo. Fue de madrugada, mientras velaba su agitado sueño. Quiso
incorporarse sobre la cama, quizá presintiendo la apresurada muerte. Acudí
presto. Me miró desbordada de angustia, pronunciando su frase preferida, roto
el corazón cansado de latir perennemente, negándose a seguir:
--¡Prenda mía...!
Así de fácil fue, arteramente, la Parca desdentada y
traicionera se la llevó dejando entre mis brazos aquel cuerpo cálido y
bondadoso, muerto, desmanejado y sin vida,
cerrados los ojos para no ver mi angustia. Tomo su mano y la acerco a mi
pecho agitado, como hirviendo.
--¡No te vayas! -grito desesperado-.
Estamos bien ahora. ¿No lo ves? Espera un poco. Sólo un latido más...
Abro los brazos -no sé a qué- pidiendo
ayuda. Otras veces la imploré y se me concedió. Pero ahora es inútil. La
muerte, como un gusano, la hunde blandamente en el sueño. Ni tiempo he tenido
de pedirle su perdón, tan necesario. Alrededor mío las sombras que proyecta la
luz, como fantasmas, repiten la misma letanía: "Es inútil, se ha ido,
se ha ido..." Y de repente noto la pesadez de su cintura, la lasitud de
sus brazos, de sus piernas y de su cabeza. No puedo soportar la gravedad de su
cuerpo y la dejo caer sobre la mullida cama. Comprendo en ese mismo momento en
que mi madre queda muerta sobre mi
pecho, el valor exacto de la vida. Y presiento mi corazón herido chorreando
sangre. Y miro, esperando ver las gotas rojas sobre el suelo.
Nada se puede hacer, más que sufrir
callando. Los médicos se van dejándome un cadáver donde antes hubo vida. Su
piel blanca brilla con suave resplandor. Has muerto, madre querida. La luz
artificial me da detalle de esa certidumbre. Y pensar que te has marchado, mi
amor y mi dolor, sin despedirme... Durante una hora la aprieto contra mi pecho,
fuerte, muy fuerte, mientras noto su cuerpo cálido sobre el mío. Parece
dormida, de seguro que pronto se levantará y me
mirará en silencio con sus ojos
penetrantes como hogueras y oiré su voz igual que un susurro, entrecortada y
suave, musitando quedo:
--Prenda mía...
Espero mucho rato sin perturbar su
quietud. Abrazado a ella lloro incansable para desahogar mi pena. Lloro
devorado por el dolor; por ella que se ha ido, hasta que no me queda llanto
almacenado. Pero también lloro por mí, que ya no tendré el regalo de su cariño.
Breve, como la vida de una rosa, ha sido. Noto sus labios fríos y tenebrosos,
su piel silente... Ya no se oye su voz dulce y ronca. Acerco mi boca junto a su
oído y pronuncio interminable su nombre entre sollozos. Su rostro de alabastro
aparece tranquilo. Es terso y delicado. El rostro de quien ha resuelto por fin
un dilema. Cierro los ojos y sueño con la muerte. Es bonito morir junto a la
persona querida musitando su nombre.
El día del entierro me hubiese gustado
comprar todas las flores para ocultar su muerte. Pero la muerte no la ocultan
las flores. Apartado musito, entrecortadas, fragmentadas, algunas oraciones que recordaba haber
aprendido de ella de niño ofreciéndolas al ser que me había dado la vida y que
tanto cariño me demostró durante el tiempo que la tuve a mi lado. Y grito un
adiós imperceptible, hasta entrar en el sueño en que habito desde hace unas
horas.
Ya nadie vendrá a apaciguar mis
pesadillas, a rozarme con sus dedos temblorosos las sienes, a interesarse por
mis secretos, a inmiscuirse en mí. Estoy devorado por lobos de tristeza y
sufrimiento. Nadie sabe de mi sufrir, nadie... Y me encontré de repente
desgraciado. Y hube de sentir pena y dolor de agujas, recorriendo mis gastadas
venas. Se me hundió el mundo. Este mundo atroz que no entiende de fidelidades
ni de traiciones. Y se acabó todo. Quiero dormir para soñar con ella, para no
comprobar que la he perdido sin que yo lo advirtiera, para no dejar de escuchar
su voz, cuando aún sonaba cálida, y que permanece en el aire de su habitación,
sobrevolando la muerte. Me oculto bajo la almohada. Dos, tres, cuatro horas a lo sumo habré dormido, rodeado de
sombras perdularias que me quitan las
ganas de vivir. Todo inútil. Con los ojos doloridos por las saladas lágrimas,
continúo oyendo su voz, más afilada que antes, única y precisa, quebradiza y
dorada. Y cuando despierto no está. La busco desesperadamente, en su cama, en
el cómodo sillón de mullidos cojines donde descansaba de las pesadillas. Nada.
Se ha marchado dejándome solo y abandonado, tirado como un perro cuando más
falto estaba de su cariño. ¿A quién le pido ahora el amor que necesito para
seguir viviendo? ¿A quién se lo pido?
Con la garganta apretada he retirado hoy
de la habitación de mi madre sus breves propiedades: sus ropas humildes, sus
zapatos desgastados, su peine, su toalla... No; su toalla, no. Aún está
impregnada con el olor de su cuerpo menudo. La guardaré como el recuerdo más
preciado y aspiraré su olor cuando me encuentre triste. Lo he retirado todo,
metido en bolsas, pero no lejos. Porque
a lo mejor una mañana la veo regresar, alegre y frágil, cariñosa, como siempre,
musitando quedo:
--Prenda mía...
Quiero pensar que es una pesadilla, una
broma pesada que me gasta la pesarosa vida. Quiero pensar que en cualquier
momento se abrirá la puerta y mi madre querida aparecer para darme los
buenos días, las buenas noches. De mis oídos no se quita el ritmo de sus pasos,
ni su quejido atormentado de quién sabe qué dolor. Ni de sus ojos desaparecerá
la impaciencia de la viva mirada, ni la imprevisible sonrisa bajo el rictus
pronunciado de sus labios con la que, a veces, entablé balbuceante y
estremecido diálogo. Pero es inútil. No estará a mi lado nunca más, lo sé. Ni
me abrirá la puerta al volver a casa para recibirme con los brazos abiertos.
Ahora ya no. Ha quedado la casa sosegada y un silencio feroz de soledad me
estremece el alma. Los granos del dolor aviento como puedo. Ya no lavaré su
ropa delicada, ni peinaré su pelo laminado de plata, ni perfumaré amorosamente su piel de niña de
cristal. La Parca
cruel se la llevó muy lejos sin mi permiso...
No paro en casa. Sólo hago andar,
destensando el muelle de los músculos con la llave de los paseos, aquellos que
terminan en el despeñadero del cansancio o el agotamiento. Antes, cuando
paseaba, miraba el paisaje y todo me encantaba. Ahora, no. Ahora me siento
perdido entre la muchedumbre y como extraño en un mundo cruel. Camino con el
corazón atribulado por la pena y he de retener el llanto para que nadie me vea
llorar. Y entonces corro a casa con la esperanza de que al abrir la puerta,
ella me esté esperando, con los brazos extendidos, entreabierta la boca y en
ella sus palabras preferidas:
--Prenda mía...
Porque allí, en casa, la tengo a mi lado,
siento su presencia y eso me reconforta. Vuelve, madre. Te fuiste tan de prisa
que la casa se siente vacía sin tu amada sombra. Vuelve, que la vieja butaca casi deslucida
donde descansabas, te espera. Vuelve, que hoy sé lo que son penas, madre
querida. Pero no. Ya estoy en parte sólo. Más sólo que antes. Ahora entiendo
como la muerte se lleva a empellones cualquier posesión querida de este mundo
hacia su oscuro reino. Y una mañana intenté levantarme de la cama, pero no
pude. No pude porque me di cuenta que sin ella era como estar muerto, una
sensación de que no vivía y sentía mucho frío. Sólo ella podía darme ese calor
que me faltaba pero no estaba allí, se había ido y no volvería y mi corazón se
heló, perdió el calor necesario para funcionar. Era todo tan extraño... Había
gente a mi alrededor pero me encontraba sólo, cada vez más sólo, y sin amor.
¿Y alguien pretenderá no comprender que me
esconda a llorar a solas, mojadas mis manos con cientos de lágrimas, y que un
luto real tapice mi habitación, mis gestos, mis
quehaceres inútiles? ¿No es el dolor el único sentimiento que no se puede compartir? Aquel que nunca quiso o
nunca tuvo madre a quien venerar con toda el alma, no comprenderá la pena y el
dolor que me ahoga y me atosiga.
Camino, cuando camino, lentamente para tratar de dormir las
palpitaciones de mi corazón dolorido.
Lentamente, para tratar de volverme a acostumbrar a mí mismo. Mientras
camino persigo su imagen, su color de piel, su perfume, su lánguida mirada, la
tibieza de sus manos temerosas, un encanto para siempre muerto.
Y una y otra vez, entre sueños, me
despierta el recuerdo de su cálida voz susurrándome quedo al oído:
--Prenda mía...