martes, 5 de febrero de 2008

Prenda mía...




    En el último año la enfermedad de mi querida madre ha significado todo un suplicio para mí. Nada dicen sus ojos ni su boca, pero yo sé de su pena y su amargura. Ver su lento y paulatino agotamiento físico y su sonrisa de olvido, y su melancolía, reflejada en una mirada ausente, carente de entusiasmo por la vida; y sus ojos mustios, dos pozos oscuros de donde los mineros del sol han ido sacando lentamente su luz, me nubla el alma. Su cuerpo, a la claridad oblicua que penetra desde el exterior, se hace transparente, es una frágil niña de cristal. Su voz se transforma en vientecillo de cáscaras en el suelo. Presiento en toda ella el dolor de la vida que se le extingue, que se le vuelve abrumador. No se conforma y se echa a sí misma de menos.
     En estos últimos meses me llama incansable. Escribe en el aire mi nombre con temblor y cuando me acerco a ella para preguntarle qué desea, me da blandamente la dulzura de miel de su sonrisa y me besa con sus labios secos, reencendidos, ardientes por la fiebre, mientras musita quedo:
     --Prenda mía...
     En sus sarmentosos y grises cabellos está viva también mi historia, porque yo soy parte de su ser, su misma carne. Por eso, todo lo que a ella le duele, a mí me duele; todo lo que a ella le preocupa, a mí me entristece. Poco a poco, mi querida madre del alma ha ido reduciendo sus ansias de vivir a un mundo menor, al pequeño espacio de su habitación, al sillón casi deslucido en que descansa y desde donde me ve ir y venir y al que me acerco para darle su vaso de leche o sus medicamentos, o simplemente para enjugarle la frente perlada de sudor. Ella entorna los ojos y se inunda de esa otra vida onírica en la que fluyen sus raíces, musitando nombres de seres queridos que ya no están... Busca lo que fue, pero aquel momento huyó, no acude a la cita. Ahora le urge encontrarlo, se le extravió en alguna parte, o se lo robaron. Pobres recuerdos destrozados. Olvidar, qué imposible. La abrazadora boca del olvido que duele allí donde el dolor termina.
     Yo la atiendo y la mimo y respeto esa felicidad que ahora rememora. Ningún derecho tengo a quitársela, ninguno.
    Sobre la mascarilla del oxígeno, que como maná del cielo alimenta su debilitado corazón, me mira demostrando mi necesariedad más que nunca, rozándome, si me acerco, la cara con su mano debilitada por los años, murmurando quedo:
     --Prenda mía...
     Esas simples palabras, ese gesto, ese momento feliz que atesora, culmina con creces mi esfuerzo y mi desvelo.
     He gozado y reído con su risa. Pero en estos últimos años sólo sus ojos brillan. Antes los enjugaba con unas apresuradas lágrimas. Ahora ya no. Ahora soy yo quien, a escondidas en la noche silenciosa, lloro de amargura con llanto acibarado. Y es que sus ojos perdieron el pudor,  ridículos temores. No habla de la muerte porque quiere vivir. Las horas no molestan. Una sinceridad vegetal la convierte en árbol; sus ramas escuchan en el viento, no esperan ya los nidos presurosos, se van secando lentas las hojas. Habla de los suyos, de los que no están de aquellos que se fueron para siempre, del amor que salpicó su paisaje. Y entre todo eso, yo soy su presente al que no olvida jamás. A su llamada inconsciente y constante acudo presuroso. Seguramente nada necesita. Bueno, sí; sólo verme, sólo oír mi voz junto a su oído, sentir mi caricia. A veces pienso que lo hace para asegurarse de que estoy cerca de ella. Ultimamente apenas sonríe, pero cuando sonríe entre sueños, su felicidad me desborda. Nunca sabré como piensa su cabeza adormecida, en la almohada tendida o recostada. Junta su mejilla contra mi mejilla mientras mese mis cabellos amorosamente. Yo le musito con un hilo de voz para no perturbar su sueño:
     --Mamá querida.
      Me responde quedo, conturbada la voz por su lamentable respirar mientras intenta dibujar una sonrisa animosa en sus labios:
     --Prenda mía...
     Cierra los ojos y presiento una lágrima dolorosa a punto de caer de sus párpados. Es mucha la pena que inunda mi alma al verla extinguirse igual que una vela que se consume. Pero aún así soy feliz porque la tengo cerca, porque puedo aspirar su olor, cogerme a su mano. Y porque sé que me necesita. Pero no; en realidad soy yo quien la necesita a ella para seguir viviendo.
     Y un día, desatadas las raíces de la tierra, llamó la muerte de improviso, silenciosa y traicionera con su cola espantable, a destiempo y en mala hora, sin que nadie escuchara sus pisadas, invadiendo el cuerpo inerte y sin memoria, llevándose lo más preciado, imprescindible y hermoso de mi mundo. Fue de madrugada, mientras velaba su agitado sueño. Quiso incorporarse sobre la cama, quizá presintiendo la apresurada muerte. Acudí presto. Me miró desbordada de angustia, pronunciando su frase preferida, roto el corazón cansado de latir perennemente, negándose a seguir:
     --¡Prenda mía...!
     Así de fácil fue, arteramente, la Parca desdentada y traicionera se la llevó dejando entre mis brazos aquel cuerpo cálido y bondadoso, muerto, desmanejado y sin vida,  cerrados los ojos para no ver mi angustia. Tomo su mano y la acerco a mi pecho agitado, como hirviendo.
     --¡No te vayas! -grito desesperado-. Estamos bien ahora. ¿No lo ves? Espera un poco. Sólo un latido más...
     Abro los brazos -no sé a qué- pidiendo ayuda. Otras veces la imploré y se me concedió. Pero ahora es inútil. La muerte, como un gusano, la hunde blandamente en el sueño. Ni tiempo he tenido de pedirle su perdón, tan necesario. Alrededor mío las sombras que proyecta la luz, como  fantasmas, repiten  la misma letanía: "Es inútil, se ha ido, se ha ido..." Y de repente noto la pesadez de su cintura, la lasitud de sus brazos, de sus piernas y de su cabeza. No puedo soportar la gravedad de su cuerpo y la dejo caer sobre la mullida cama. Comprendo en ese mismo momento en que  mi madre queda muerta sobre mi pecho, el valor exacto de la vida. Y presiento mi corazón herido chorreando sangre. Y miro, esperando ver las gotas rojas sobre el suelo.
     Nada se puede hacer, más que sufrir callando. Los médicos se van dejándome un cadáver donde antes hubo vida. Su piel blanca brilla con suave resplandor. Has muerto, madre querida. La luz artificial me da detalle de esa certidumbre. Y pensar que te has marchado, mi amor y mi dolor, sin despedirme... Durante una hora la aprieto contra mi pecho, fuerte, muy fuerte, mientras noto su cuerpo cálido sobre el mío. Parece dormida, de seguro que pronto se levantará y me  mirará en silencio con  sus ojos penetrantes como hogueras y oiré su voz igual que un susurro, entrecortada y suave, musitando quedo:
     --Prenda mía...
     Espero mucho rato sin perturbar su quietud. Abrazado a ella lloro incansable para desahogar mi pena. Lloro devorado por el dolor; por ella que se ha ido, hasta que no me queda llanto almacenado. Pero también lloro por mí, que ya no tendré el regalo de su cariño. Breve, como la vida de una rosa, ha sido. Noto sus labios fríos y tenebrosos, su piel silente... Ya no se oye su voz dulce y ronca. Acerco mi boca junto a su oído y pronuncio interminable su nombre entre sollozos. Su rostro de alabastro aparece tranquilo. Es terso y delicado. El rostro de quien ha resuelto por fin un dilema. Cierro los ojos y sueño con la muerte. Es bonito morir junto a la persona querida musitando su nombre.
     El día del entierro me hubiese gustado comprar todas las flores para ocultar su muerte. Pero la muerte no la ocultan las flores. Apartado musito, entrecortadas, fragmentadas,  algunas oraciones que recordaba haber aprendido de ella de niño ofreciéndolas al ser que me había dado la vida y que tanto cariño me demostró durante el tiempo que la tuve a mi lado. Y grito un adiós imperceptible, hasta entrar en el sueño en que habito desde hace unas horas.
     Ya nadie vendrá a apaciguar mis pesadillas, a rozarme con sus dedos temblorosos las sienes, a interesarse por mis secretos, a inmiscuirse en mí. Estoy devorado por lobos de tristeza y sufrimiento. Nadie sabe de mi sufrir, nadie... Y me encontré de repente desgraciado. Y hube de sentir pena y dolor de agujas, recorriendo mis gastadas venas. Se me hundió el mundo. Este mundo atroz que no entiende de fidelidades ni de traiciones. Y se acabó todo. Quiero dormir para soñar con ella, para no comprobar que la he perdido sin que yo lo advirtiera, para no dejar de escuchar su voz, cuando aún sonaba cálida, y que permanece en el aire de su habitación, sobrevolando la muerte. Me oculto bajo la almohada. Dos, tres, cuatro  horas a lo sumo habré dormido, rodeado de sombras perdularias que  me quitan las ganas de vivir. Todo inútil. Con los ojos doloridos por las saladas lágrimas, continúo oyendo su voz, más afilada que antes, única y precisa, quebradiza y dorada. Y cuando despierto no está. La busco desesperadamente, en su cama, en el cómodo sillón de mullidos cojines donde descansaba de las pesadillas. Nada. Se ha marchado dejándome solo y abandonado, tirado como un perro cuando más falto estaba de su cariño. ¿A quién le pido ahora el amor que necesito para seguir viviendo? ¿A quién se lo pido?
     Con la garganta apretada he retirado hoy de la habitación de mi madre sus breves propiedades: sus ropas humildes, sus zapatos desgastados, su peine, su toalla... No; su toalla, no. Aún está impregnada con el olor de su cuerpo menudo. La guardaré como el recuerdo más preciado y aspiraré su olor cuando me encuentre triste. Lo he retirado todo, metido  en bolsas, pero no lejos. Porque a lo mejor una mañana la veo regresar, alegre y frágil, cariñosa, como siempre, musitando quedo:
     --Prenda mía...
     Quiero pensar que es una pesadilla, una broma pesada que me gasta la pesarosa vida. Quiero pensar que en cualquier momento se abrirá la puerta y mi madre querida aparecer  para darme los buenos días, las buenas noches. De mis oídos no se quita el ritmo de sus pasos, ni su quejido atormentado de quién sabe qué dolor. Ni de sus ojos desaparecerá la impaciencia de la viva mirada, ni la imprevisible sonrisa bajo el rictus pronunciado de sus labios con la que, a veces, entablé balbuceante y estremecido diálogo. Pero es inútil. No estará a mi lado nunca más, lo sé. Ni me abrirá la puerta al volver a casa para recibirme con los brazos abiertos. Ahora ya no. Ha quedado la casa sosegada y un silencio feroz de soledad me estremece el alma. Los granos del dolor aviento como puedo. Ya no lavaré su ropa delicada, ni peinaré su pelo laminado de plata,  ni perfumaré amorosamente su piel de niña de cristal. La Parca cruel se la llevó muy lejos sin mi permiso...
     No paro en casa. Sólo hago andar, destensando el muelle de los músculos con la llave de los paseos, aquellos que terminan en el despeñadero del cansancio o el agotamiento. Antes, cuando paseaba, miraba el paisaje y todo me encantaba. Ahora, no. Ahora me siento perdido entre la muchedumbre y como extraño en un mundo cruel. Camino con el corazón atribulado por la pena y he de retener el llanto para que nadie me vea llorar. Y entonces corro a casa con la esperanza de que al abrir la puerta, ella me esté esperando, con los brazos extendidos, entreabierta la boca y en ella sus palabras preferidas:
     --Prenda mía...
     Porque allí, en casa, la tengo a mi lado, siento su presencia y eso me reconforta. Vuelve, madre. Te fuiste tan de prisa que la casa se siente vacía sin tu amada sombra.  Vuelve, que la vieja butaca casi deslucida donde descansabas, te espera. Vuelve, que hoy sé lo que son penas, madre querida. Pero no. Ya estoy en parte sólo. Más sólo que antes. Ahora entiendo como la muerte se lleva a empellones cualquier posesión querida de este mundo hacia su oscuro reino. Y una mañana intenté levantarme de la cama, pero no pude. No pude porque me di cuenta que sin ella era como estar muerto, una sensación de que no vivía y sentía mucho frío. Sólo ella podía darme ese calor que me faltaba pero no estaba allí, se había ido y no volvería y mi corazón se heló, perdió el calor necesario para funcionar. Era todo tan extraño... Había gente a mi alrededor pero me encontraba sólo, cada vez más sólo, y sin amor.
     ¿Y alguien pretenderá no comprender que me esconda a llorar a solas, mojadas mis manos con cientos de lágrimas, y que un luto real tapice mi habitación, mis gestos, mis  quehaceres inútiles? ¿No es el dolor el único sentimiento que no se  puede compartir? Aquel que nunca quiso o nunca tuvo madre a quien venerar con toda el alma, no comprenderá la pena y el dolor que me ahoga y me atosiga.
     Camino, cuando camino, lentamente para tratar de dormir las palpitaciones de mi corazón dolorido.  Lentamente, para tratar de volverme a acostumbrar a mí mismo. Mientras camino persigo su imagen, su color de piel, su perfume, su lánguida mirada, la tibieza de sus manos temerosas, un encanto para siempre muerto.
     Y una y otra vez, entre sueños, me despierta el recuerdo de su cálida voz susurrándome quedo al oído:
     --Prenda mía...





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