A sus espaldas el día ya ha abdicado. Hay un anochecer verde y oro, estriado por leves reflejos de luz grisácea que penetra a través de los cristales de la ventana. Y más allá la Plaza del Pumarejo, con los naranjos moteados de frutos redondos. Si Analú Valdés se hubiese levantado de la cama y abierto la ventana, habrían penetrado a oleadas los olores del jardín que adornaban la plaza, el perfume del azahar, muy leve, envuelto con el de los alhelíes y lirios. La noche se eleva lentamente sobre toda Sevilla y su cielo se ha convertido sin proponérselo en un negro intenso, rasgado por las luces artificiales. Analú Valdés no puede dormir. Aunque lo intenta, sus pensamientos son mucho más fuertes, reiterativos, casi dolorosos. Enciende la pequeña luz de la mesilla, y se deslumbra. La luz de fuera se retira en una permanente resaca imperceptible. Mira el reloj. A penas es media noche. Se encontró de pronto tendida sobre la cama todo lo larga que era y de espaldas. Giró la cabeza hacia la derecha, una cabeza de cabellos negros como las moras maduras, cortos y desmanejados, que inundaron casi por completo su cara. No precisó levantarla de la almohada para ver junto a ella, a escasos quince centímetros, a Próculo Macaya. No era su marido, aunque de tal forma siempre lo consideró. Cuando decidieron vivir juntos él quiso llevarla al altar para consagrar convenientemente su unión, pero Analú se negó. Precisaba estar segura de sus sentimientos antes de adquirir semejante compromiso. Y luego, años más tarde, no se atrevió a pedírselo. --¿No duermes? -le preguntó él, al ver la luz encendida. Pero no la miró. Y ella pensó que debería haberlo hecho, preguntarle el motivo de su desvelo, interesarse en sus pensamientos, inmiscuirse. Pero no lo hizo, y eso la hirió. Hay miradas que, por desconcertantes te embellecen. Y hay también miradas de reproche. Pero en el rostro del hombre no se percibía ni los cambios de luz. El y ella, al anochecer, tan solos y tan juntos que a veces dudaba si no eran los dos una misma cosa... En una postrera rebeldía, los pájaros redoblaban su estridencia entre las ramas de los naranjos de la Plaza del Pumarejo para probarse que estaban vivos, a pesar de la huida de la luz, camino de sus nidos perfectos. Se distraen, despidiéndose unos de otros antes de que el extasiado silencio sobrevenga. También Analú Valdés evoca lo que el día fue, y lo que fue el ardor del amor compartido con Próculo Macaya. Pero de eso hace ya demasiado tiempo, demasiados años. Hay edades en que el anochecer es lo mejor. Y es que la noche, con misericordia, se deja caer sobre todas las cosas y hace olvidar la luz. Apaga la lámpara y cierra los ojos. No porque al hombre le moleste, que no le molesta en absoluto, pero a ella sí. La luz, como el amor, se va mucho antes de irse, y permanece hasta mucho después de haberse ido. A su espalda vuelve a caer la oscuridad. La noche, incalculable e indiferenciadora, reina con tenebroso poderío. Analú no mira hacia lo alto, pero supone que habrá estrellas junto a esa luna nueva. Poco a poco la penumbra reinante en la habitación es rota por el claroscuro que penetra a través de los cristales opacos de la ventana.
domingo, 3 de febrero de 2008
Aquellos besos perdidos (Novela)
A sus espaldas el día ya ha abdicado. Hay un anochecer verde y oro, estriado por leves reflejos de luz grisácea que penetra a través de los cristales de la ventana. Y más allá la Plaza del Pumarejo, con los naranjos moteados de frutos redondos. Si Analú Valdés se hubiese levantado de la cama y abierto la ventana, habrían penetrado a oleadas los olores del jardín que adornaban la plaza, el perfume del azahar, muy leve, envuelto con el de los alhelíes y lirios. La noche se eleva lentamente sobre toda Sevilla y su cielo se ha convertido sin proponérselo en un negro intenso, rasgado por las luces artificiales. Analú Valdés no puede dormir. Aunque lo intenta, sus pensamientos son mucho más fuertes, reiterativos, casi dolorosos. Enciende la pequeña luz de la mesilla, y se deslumbra. La luz de fuera se retira en una permanente resaca imperceptible. Mira el reloj. A penas es media noche. Se encontró de pronto tendida sobre la cama todo lo larga que era y de espaldas. Giró la cabeza hacia la derecha, una cabeza de cabellos negros como las moras maduras, cortos y desmanejados, que inundaron casi por completo su cara. No precisó levantarla de la almohada para ver junto a ella, a escasos quince centímetros, a Próculo Macaya. No era su marido, aunque de tal forma siempre lo consideró. Cuando decidieron vivir juntos él quiso llevarla al altar para consagrar convenientemente su unión, pero Analú se negó. Precisaba estar segura de sus sentimientos antes de adquirir semejante compromiso. Y luego, años más tarde, no se atrevió a pedírselo. --¿No duermes? -le preguntó él, al ver la luz encendida. Pero no la miró. Y ella pensó que debería haberlo hecho, preguntarle el motivo de su desvelo, interesarse en sus pensamientos, inmiscuirse. Pero no lo hizo, y eso la hirió. Hay miradas que, por desconcertantes te embellecen. Y hay también miradas de reproche. Pero en el rostro del hombre no se percibía ni los cambios de luz. El y ella, al anochecer, tan solos y tan juntos que a veces dudaba si no eran los dos una misma cosa... En una postrera rebeldía, los pájaros redoblaban su estridencia entre las ramas de los naranjos de la Plaza del Pumarejo para probarse que estaban vivos, a pesar de la huida de la luz, camino de sus nidos perfectos. Se distraen, despidiéndose unos de otros antes de que el extasiado silencio sobrevenga. También Analú Valdés evoca lo que el día fue, y lo que fue el ardor del amor compartido con Próculo Macaya. Pero de eso hace ya demasiado tiempo, demasiados años. Hay edades en que el anochecer es lo mejor. Y es que la noche, con misericordia, se deja caer sobre todas las cosas y hace olvidar la luz. Apaga la lámpara y cierra los ojos. No porque al hombre le moleste, que no le molesta en absoluto, pero a ella sí. La luz, como el amor, se va mucho antes de irse, y permanece hasta mucho después de haberse ido. A su espalda vuelve a caer la oscuridad. La noche, incalculable e indiferenciadora, reina con tenebroso poderío. Analú no mira hacia lo alto, pero supone que habrá estrellas junto a esa luna nueva. Poco a poco la penumbra reinante en la habitación es rota por el claroscuro que penetra a través de los cristales opacos de la ventana.
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