domingo, 26 de julio de 2015

Página personal de Pedro Villanueva

     
        Nació en:   La Puebla de los Infantes (Sevilla)
        Vive en:     FUENGIROLA (Málaga)
        Como:       Administrador de Fincas

                          Hubo una vida lejana y olvidada en mi
                          imaginación, con semillas que nunca 
                          germinaron; una vida gastada...

martes, 12 de febrero de 2008

Mis Pinturas


Fruta abstracta atormentada por la luz



Presentación


Primero fueron escenas oníricas, de colorido tropical y fluidez submarina, lo que aprendí en mis viajes a Madrid o Cádiz. Ya lo sabía desde mi nacimiento, que lo había contemplado al atardecer en las laderas verdes aterciopeladas de mi pueblo, entre los olivares o los campos estériles, en rostros curtidos por el sol. Luego ese mundo se urbanizó con rascacielos de hormigas, se hizo más culto, más simbólico y más concreto. Más pálido también y más rugoso.

Y finalmente entraron en mí narradores, que escenificaron sacrificios y tejieron mitos bajo la luz diáfana. De esta época es, por ejemplo, La Ofrenda, un óleo de 1967 en el que aparecen dos amantes en mirada complaciente. Así era mi pintura. Madurar necesita su tiempo, y es un tiempo de hierro, que va a su paso hasta que eso sucede. Madurar no suele ser hacerse más grande ni más hermoso, pero sí más duro, más sereno, más útil, porque madurar es una catástrofe de la belleza y una crisis del sentido.


Mi madurez ha permitido que me convierta en un niño, para poder entrar en los “Sueños” y mirar todo de muy de cerca y verlo grande, desde su lograda pequeñez. De la escena general he pasado a ocuparme, en primer lugar, de la mirada. De ahí procede toda una serie de cuadros trémulamente coloristas y tímidamente sensuales. Tienen la levedad de estar pintados a escondidas, están llenos de travesuras y la mirada se puede entretener coleccionando detalles en el dibujo, accidentes sin sentido, lejanías difusas. Tesoros de color perdidos en la estepa blanca, completamente estáticos, algunos son tan sobrios que parecen el telón de fondo de un dialogo por señas.


Pero el pintor que recorría las laderas verdes aterciopeladas de mi pueblo, los olivares y los campos estériles, hubo de fijarse ahora en la figura humana. De esta observación proceden cuadros diferentes. En estos aparecen mis tormentos, escenas llenas de movimiento y densidad, espesas de pigmentos ocres y cálidos, en los que aún se aprecia el trazo tembloroso de mi mano agitada por el recuerdo. Pierdo las formas bajo los efectos de una emoción intensa, alguien hace lo que quiere o lo que siente, sin atenerse a modales o convenciones. Las formas, pues, contienen en el sentido de retener o detener. En la vida y también en al pintura. El que pierde las formas se muestra en su verdad más íntima, la que se ocupa de camuflar la buena educación. Y el artista que renuncia a las formas lo hace para expresarse sin las limitaciones que en el último término impone la figura.


Esta breve pincelada de mis cuadros, entre textos, es sólo una muestra.





BREVE VÍDEO DE PRESENTACIÓN DE MI COLECCIÓN PERSONAL DE PINTURAS







domingo, 10 de febrero de 2008

miércoles, 6 de febrero de 2008

martes, 5 de febrero de 2008

Prenda mía...




    En el último año la enfermedad de mi querida madre ha significado todo un suplicio para mí. Nada dicen sus ojos ni su boca, pero yo sé de su pena y su amargura. Ver su lento y paulatino agotamiento físico y su sonrisa de olvido, y su melancolía, reflejada en una mirada ausente, carente de entusiasmo por la vida; y sus ojos mustios, dos pozos oscuros de donde los mineros del sol han ido sacando lentamente su luz, me nubla el alma. Su cuerpo, a la claridad oblicua que penetra desde el exterior, se hace transparente, es una frágil niña de cristal. Su voz se transforma en vientecillo de cáscaras en el suelo. Presiento en toda ella el dolor de la vida que se le extingue, que se le vuelve abrumador. No se conforma y se echa a sí misma de menos.
     En estos últimos meses me llama incansable. Escribe en el aire mi nombre con temblor y cuando me acerco a ella para preguntarle qué desea, me da blandamente la dulzura de miel de su sonrisa y me besa con sus labios secos, reencendidos, ardientes por la fiebre, mientras musita quedo:
     --Prenda mía...
     En sus sarmentosos y grises cabellos está viva también mi historia, porque yo soy parte de su ser, su misma carne. Por eso, todo lo que a ella le duele, a mí me duele; todo lo que a ella le preocupa, a mí me entristece. Poco a poco, mi querida madre del alma ha ido reduciendo sus ansias de vivir a un mundo menor, al pequeño espacio de su habitación, al sillón casi deslucido en que descansa y desde donde me ve ir y venir y al que me acerco para darle su vaso de leche o sus medicamentos, o simplemente para enjugarle la frente perlada de sudor. Ella entorna los ojos y se inunda de esa otra vida onírica en la que fluyen sus raíces, musitando nombres de seres queridos que ya no están... Busca lo que fue, pero aquel momento huyó, no acude a la cita. Ahora le urge encontrarlo, se le extravió en alguna parte, o se lo robaron. Pobres recuerdos destrozados. Olvidar, qué imposible. La abrazadora boca del olvido que duele allí donde el dolor termina.
     Yo la atiendo y la mimo y respeto esa felicidad que ahora rememora. Ningún derecho tengo a quitársela, ninguno.
    Sobre la mascarilla del oxígeno, que como maná del cielo alimenta su debilitado corazón, me mira demostrando mi necesariedad más que nunca, rozándome, si me acerco, la cara con su mano debilitada por los años, murmurando quedo:
     --Prenda mía...
     Esas simples palabras, ese gesto, ese momento feliz que atesora, culmina con creces mi esfuerzo y mi desvelo.
     He gozado y reído con su risa. Pero en estos últimos años sólo sus ojos brillan. Antes los enjugaba con unas apresuradas lágrimas. Ahora ya no. Ahora soy yo quien, a escondidas en la noche silenciosa, lloro de amargura con llanto acibarado. Y es que sus ojos perdieron el pudor,  ridículos temores. No habla de la muerte porque quiere vivir. Las horas no molestan. Una sinceridad vegetal la convierte en árbol; sus ramas escuchan en el viento, no esperan ya los nidos presurosos, se van secando lentas las hojas. Habla de los suyos, de los que no están de aquellos que se fueron para siempre, del amor que salpicó su paisaje. Y entre todo eso, yo soy su presente al que no olvida jamás. A su llamada inconsciente y constante acudo presuroso. Seguramente nada necesita. Bueno, sí; sólo verme, sólo oír mi voz junto a su oído, sentir mi caricia. A veces pienso que lo hace para asegurarse de que estoy cerca de ella. Ultimamente apenas sonríe, pero cuando sonríe entre sueños, su felicidad me desborda. Nunca sabré como piensa su cabeza adormecida, en la almohada tendida o recostada. Junta su mejilla contra mi mejilla mientras mese mis cabellos amorosamente. Yo le musito con un hilo de voz para no perturbar su sueño:
     --Mamá querida.
      Me responde quedo, conturbada la voz por su lamentable respirar mientras intenta dibujar una sonrisa animosa en sus labios:
     --Prenda mía...
     Cierra los ojos y presiento una lágrima dolorosa a punto de caer de sus párpados. Es mucha la pena que inunda mi alma al verla extinguirse igual que una vela que se consume. Pero aún así soy feliz porque la tengo cerca, porque puedo aspirar su olor, cogerme a su mano. Y porque sé que me necesita. Pero no; en realidad soy yo quien la necesita a ella para seguir viviendo.
     Y un día, desatadas las raíces de la tierra, llamó la muerte de improviso, silenciosa y traicionera con su cola espantable, a destiempo y en mala hora, sin que nadie escuchara sus pisadas, invadiendo el cuerpo inerte y sin memoria, llevándose lo más preciado, imprescindible y hermoso de mi mundo. Fue de madrugada, mientras velaba su agitado sueño. Quiso incorporarse sobre la cama, quizá presintiendo la apresurada muerte. Acudí presto. Me miró desbordada de angustia, pronunciando su frase preferida, roto el corazón cansado de latir perennemente, negándose a seguir:
     --¡Prenda mía...!
     Así de fácil fue, arteramente, la Parca desdentada y traicionera se la llevó dejando entre mis brazos aquel cuerpo cálido y bondadoso, muerto, desmanejado y sin vida,  cerrados los ojos para no ver mi angustia. Tomo su mano y la acerco a mi pecho agitado, como hirviendo.
     --¡No te vayas! -grito desesperado-. Estamos bien ahora. ¿No lo ves? Espera un poco. Sólo un latido más...
     Abro los brazos -no sé a qué- pidiendo ayuda. Otras veces la imploré y se me concedió. Pero ahora es inútil. La muerte, como un gusano, la hunde blandamente en el sueño. Ni tiempo he tenido de pedirle su perdón, tan necesario. Alrededor mío las sombras que proyecta la luz, como  fantasmas, repiten  la misma letanía: "Es inútil, se ha ido, se ha ido..." Y de repente noto la pesadez de su cintura, la lasitud de sus brazos, de sus piernas y de su cabeza. No puedo soportar la gravedad de su cuerpo y la dejo caer sobre la mullida cama. Comprendo en ese mismo momento en que  mi madre queda muerta sobre mi pecho, el valor exacto de la vida. Y presiento mi corazón herido chorreando sangre. Y miro, esperando ver las gotas rojas sobre el suelo.
     Nada se puede hacer, más que sufrir callando. Los médicos se van dejándome un cadáver donde antes hubo vida. Su piel blanca brilla con suave resplandor. Has muerto, madre querida. La luz artificial me da detalle de esa certidumbre. Y pensar que te has marchado, mi amor y mi dolor, sin despedirme... Durante una hora la aprieto contra mi pecho, fuerte, muy fuerte, mientras noto su cuerpo cálido sobre el mío. Parece dormida, de seguro que pronto se levantará y me  mirará en silencio con  sus ojos penetrantes como hogueras y oiré su voz igual que un susurro, entrecortada y suave, musitando quedo:
     --Prenda mía...
     Espero mucho rato sin perturbar su quietud. Abrazado a ella lloro incansable para desahogar mi pena. Lloro devorado por el dolor; por ella que se ha ido, hasta que no me queda llanto almacenado. Pero también lloro por mí, que ya no tendré el regalo de su cariño. Breve, como la vida de una rosa, ha sido. Noto sus labios fríos y tenebrosos, su piel silente... Ya no se oye su voz dulce y ronca. Acerco mi boca junto a su oído y pronuncio interminable su nombre entre sollozos. Su rostro de alabastro aparece tranquilo. Es terso y delicado. El rostro de quien ha resuelto por fin un dilema. Cierro los ojos y sueño con la muerte. Es bonito morir junto a la persona querida musitando su nombre.
     El día del entierro me hubiese gustado comprar todas las flores para ocultar su muerte. Pero la muerte no la ocultan las flores. Apartado musito, entrecortadas, fragmentadas,  algunas oraciones que recordaba haber aprendido de ella de niño ofreciéndolas al ser que me había dado la vida y que tanto cariño me demostró durante el tiempo que la tuve a mi lado. Y grito un adiós imperceptible, hasta entrar en el sueño en que habito desde hace unas horas.
     Ya nadie vendrá a apaciguar mis pesadillas, a rozarme con sus dedos temblorosos las sienes, a interesarse por mis secretos, a inmiscuirse en mí. Estoy devorado por lobos de tristeza y sufrimiento. Nadie sabe de mi sufrir, nadie... Y me encontré de repente desgraciado. Y hube de sentir pena y dolor de agujas, recorriendo mis gastadas venas. Se me hundió el mundo. Este mundo atroz que no entiende de fidelidades ni de traiciones. Y se acabó todo. Quiero dormir para soñar con ella, para no comprobar que la he perdido sin que yo lo advirtiera, para no dejar de escuchar su voz, cuando aún sonaba cálida, y que permanece en el aire de su habitación, sobrevolando la muerte. Me oculto bajo la almohada. Dos, tres, cuatro  horas a lo sumo habré dormido, rodeado de sombras perdularias que  me quitan las ganas de vivir. Todo inútil. Con los ojos doloridos por las saladas lágrimas, continúo oyendo su voz, más afilada que antes, única y precisa, quebradiza y dorada. Y cuando despierto no está. La busco desesperadamente, en su cama, en el cómodo sillón de mullidos cojines donde descansaba de las pesadillas. Nada. Se ha marchado dejándome solo y abandonado, tirado como un perro cuando más falto estaba de su cariño. ¿A quién le pido ahora el amor que necesito para seguir viviendo? ¿A quién se lo pido?
     Con la garganta apretada he retirado hoy de la habitación de mi madre sus breves propiedades: sus ropas humildes, sus zapatos desgastados, su peine, su toalla... No; su toalla, no. Aún está impregnada con el olor de su cuerpo menudo. La guardaré como el recuerdo más preciado y aspiraré su olor cuando me encuentre triste. Lo he retirado todo, metido  en bolsas, pero no lejos. Porque a lo mejor una mañana la veo regresar, alegre y frágil, cariñosa, como siempre, musitando quedo:
     --Prenda mía...
     Quiero pensar que es una pesadilla, una broma pesada que me gasta la pesarosa vida. Quiero pensar que en cualquier momento se abrirá la puerta y mi madre querida aparecer  para darme los buenos días, las buenas noches. De mis oídos no se quita el ritmo de sus pasos, ni su quejido atormentado de quién sabe qué dolor. Ni de sus ojos desaparecerá la impaciencia de la viva mirada, ni la imprevisible sonrisa bajo el rictus pronunciado de sus labios con la que, a veces, entablé balbuceante y estremecido diálogo. Pero es inútil. No estará a mi lado nunca más, lo sé. Ni me abrirá la puerta al volver a casa para recibirme con los brazos abiertos. Ahora ya no. Ha quedado la casa sosegada y un silencio feroz de soledad me estremece el alma. Los granos del dolor aviento como puedo. Ya no lavaré su ropa delicada, ni peinaré su pelo laminado de plata,  ni perfumaré amorosamente su piel de niña de cristal. La Parca cruel se la llevó muy lejos sin mi permiso...
     No paro en casa. Sólo hago andar, destensando el muelle de los músculos con la llave de los paseos, aquellos que terminan en el despeñadero del cansancio o el agotamiento. Antes, cuando paseaba, miraba el paisaje y todo me encantaba. Ahora, no. Ahora me siento perdido entre la muchedumbre y como extraño en un mundo cruel. Camino con el corazón atribulado por la pena y he de retener el llanto para que nadie me vea llorar. Y entonces corro a casa con la esperanza de que al abrir la puerta, ella me esté esperando, con los brazos extendidos, entreabierta la boca y en ella sus palabras preferidas:
     --Prenda mía...
     Porque allí, en casa, la tengo a mi lado, siento su presencia y eso me reconforta. Vuelve, madre. Te fuiste tan de prisa que la casa se siente vacía sin tu amada sombra.  Vuelve, que la vieja butaca casi deslucida donde descansabas, te espera. Vuelve, que hoy sé lo que son penas, madre querida. Pero no. Ya estoy en parte sólo. Más sólo que antes. Ahora entiendo como la muerte se lleva a empellones cualquier posesión querida de este mundo hacia su oscuro reino. Y una mañana intenté levantarme de la cama, pero no pude. No pude porque me di cuenta que sin ella era como estar muerto, una sensación de que no vivía y sentía mucho frío. Sólo ella podía darme ese calor que me faltaba pero no estaba allí, se había ido y no volvería y mi corazón se heló, perdió el calor necesario para funcionar. Era todo tan extraño... Había gente a mi alrededor pero me encontraba sólo, cada vez más sólo, y sin amor.
     ¿Y alguien pretenderá no comprender que me esconda a llorar a solas, mojadas mis manos con cientos de lágrimas, y que un luto real tapice mi habitación, mis gestos, mis  quehaceres inútiles? ¿No es el dolor el único sentimiento que no se  puede compartir? Aquel que nunca quiso o nunca tuvo madre a quien venerar con toda el alma, no comprenderá la pena y el dolor que me ahoga y me atosiga.
     Camino, cuando camino, lentamente para tratar de dormir las palpitaciones de mi corazón dolorido.  Lentamente, para tratar de volverme a acostumbrar a mí mismo. Mientras camino persigo su imagen, su color de piel, su perfume, su lánguida mirada, la tibieza de sus manos temerosas, un encanto para siempre muerto.
     Y una y otra vez, entre sueños, me despierta el recuerdo de su cálida voz susurrándome quedo al oído:
     --Prenda mía...





He de deciros...



































He de deciros que, a mi edad, lo que más aprecio es la vida, por aquello de que se me acaba inexorable-mente. Nada más agradecido que una mirada amiga, un gesto de amor, una caricia sentida más que presentida..Todos necesitamos del amor, el único sentimiento que cura la soledad, una enfermedad que se expande por el mundo cada vez más de prisa. ... 
Y permitidme que os cuente un cuento:


EL AMOR Y LA LOCURA


Cuentan que una vez se reunieron en un lugar de la Tierra todos los sentimientos y cualidades de los hombres y ocurrió cuanto sigue: Cuando el aburrimiento bostezó por tercera vez, la locura, como siempre tan loca, les propuso: -¿Jugamos al escondite? La intriga levantó la ceja intrigada, y la curiosidad, sin poder contenerse, preguntó: -¿Al escondite? ¿Cómo se juega? -Es un juego- Explicó la locura- en que yo me tapo la cara y comienzo a contar hasta un millón, mientras todos ustedes se esconden y cuando yo haya terminado de contar el primero de ustedes que encuentre ocupará mi lugar para continuar el juego. El entusiasmo bailó secundado por la euforia. La alegría dio tantos saltos que terminó por convencer a la duda, e incluso a la apatía, a la que nunca le interesaba nada. Pero no todos quisieron participar. La verdad prefirió esconderse -¿para qué?- si al final siempre la encontraban. La soberbia opinó que era un juego tonto- en el fondo lo que le molestaba era que la idea no fuese suya- y la cobardía prefirió no arriesgarse. -Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis...-comenzó la locura La primera en esconderse fue la pereza, que, como siempre, se dejó caer tras la primera piedra del camino. La fe subió al cielo, y la envidia se escondió tras la sombra del triunfo, que con su propio esfuerzo había logrado subirse a la copa del árbol más alto. La generosidad casi no alcanzaba a esconderse. Cada sitio que hallaba le parecía maravilloso para alguno de sus amigos: que si un lago cristalino para la belleza, que si bajo un árbol era perfecto para la timidez, que si el vuelo de la mariposa para la voluptuosidad, que si una ráfaga de viento para la libertad... Así que terminó por ocultarse en un rayito de sol. El egoísmo, en cambio, encontró un sitio muy bueno desde el principio, ventilado, cómodo, sólo para él. La mentira se escondió en el fondo de los océanos -esto no es verdad, se escondió detrás del arco iris- y la pasión y el deseo en el centro de los volcanes. Cuando la locura contaba novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve, el amor no había encontrado todavía un sitio para esconderse, pues todo se encontraba ocupado, hasta que vio un rosal y, estremecido, decidió esconderse entre sus flores. -¡Un millón!- contó la locura, y comenzó a buscar. La primera en aparecer fue la pereza, sólo a tres pasos de la piedra. Después se escuchó a la fe discutiendo con Dios sobre zoología. Y la pasión y el deseo los sintió vibrar en los volcanes. En un descuido encontró a la envidia y, claro, no pudo deducir donde se encontraba el triunfo. Al egoísmo no tuvo que buscarlo; él solito salió de su escondite, que había resultado ser un enjambre de avispas. De tanto caminar sintió sed y al acercarse al lago, descubrió a la belleza. Y con la duda resultó más fácil todavía, pues la encontró sentada en una cerca sin decidir donde esconderse. Así fue encontrado a todos. El talento entre la hierba fresca; la angustia en una oscura cueva; la mentira detrás del arco iris; y hasta el olvido, el cual ni se acordaba de que estaba jugando al escondite. Pero sólo el amor no aparecía por ningún sitio. La locura buscó detrás de cada árbol, bajo cada arroyo del planeta, en la cima de las montañas, y cuando estaba por darse por vencida, divisó un rosal y las rosas... y tomó una horquilla, y comenzó a pinchar en el corazón de las rosas. De pronto, escuchó un grito. Las espinas habían herido en los ojos al amor. La locura no sabía que hacer para disculparse; lloró, rogó, imploró y hasta prometió ser su lazarillo. Desde aquel entonces, en que se jugó por primera vez al escondite en la tierra, el amor es ciego y la locura lo acompaña siempre.


domingo, 3 de febrero de 2008

Aquellos besos perdidos (Novela)




A sus espaldas el día ya ha abdicado. Hay un anochecer verde y oro, estriado por leves reflejos de luz grisácea que penetra a través de los cristales de la ventana. Y más allá la Plaza del Pumarejo, con los naranjos moteados de frutos redondos. Si Analú Valdés se hubiese levantado de la cama y abierto la ventana, habrían penetrado a oleadas los olores del jardín que adornaban la plaza, el perfume del azahar, muy leve, envuelto con el de los alhelíes y lirios. La noche se eleva lentamente sobre toda Sevilla y su cielo se ha convertido sin proponérselo en un negro intenso, rasgado por las luces artificiales. Analú Valdés no puede dormir. Aunque lo intenta, sus pensamientos son mucho más fuertes, reiterativos, casi dolorosos. Enciende la pequeña luz de la mesilla, y se deslumbra. La luz de fuera se retira en una permanente resaca imperceptible. Mira el reloj. A penas es media noche. Se encontró de pronto tendida sobre la cama todo lo larga que era y de espaldas. Giró la cabeza hacia la derecha, una cabeza de cabellos negros como las moras maduras, cortos y desmanejados, que inundaron casi por completo su cara. No precisó levantarla de la almohada para ver junto a ella, a escasos quince centímetros, a Próculo Macaya. No era su marido, aunque de tal forma siempre lo consideró. Cuando decidieron vivir juntos él quiso llevarla al altar para consagrar convenientemente su unión, pero Analú se negó. Precisaba estar segura de sus sentimientos antes de adquirir semejante compromiso. Y luego, años más tarde, no se atrevió a pedírselo. --¿No duermes? -le preguntó él, al ver la luz encendida. Pero no la miró. Y ella pensó que debería haberlo hecho, preguntarle el motivo de su desvelo, interesarse en sus pensamientos, inmiscuirse. Pero no lo hizo, y eso la hirió. Hay miradas que, por desconcertantes te embellecen. Y hay también miradas de reproche. Pero en el rostro del hombre no se percibía ni los cambios de luz. El y ella, al anochecer, tan solos y tan juntos que a veces dudaba si no eran los dos una misma cosa... En una postrera rebeldía, los pájaros redoblaban su estridencia entre las ramas de los naranjos de la Plaza del Pumarejo para probarse que estaban vivos, a pesar de la huida de la luz, camino de sus nidos perfectos. Se distraen, despidiéndose unos de otros antes de que el extasiado silencio sobrevenga. También Analú Valdés evoca lo que el día fue, y lo que fue el ardor del amor compartido con Próculo Macaya. Pero de eso hace ya demasiado tiempo, demasiados años. Hay edades en que el anochecer es lo mejor. Y es que la noche, con misericordia, se deja caer sobre todas las cosas y hace olvidar la luz. Apaga la lámpara y cierra los ojos. No porque al hombre le moleste, que no le molesta en absoluto, pero a ella sí. La luz, como el amor, se va mucho antes de irse, y permanece hasta mucho después de haberse ido. A su espalda vuelve a caer la oscuridad. La noche, incalculable e indiferenciadora, reina con tenebroso poderío. Analú no mira hacia lo alto, pero supone que habrá estrellas junto a esa luna nueva. Poco a poco la penumbra reinante en la habitación es rota por el claroscuro que penetra a través de los cristales opacos de la ventana.




No soy poeta

















Presentar un poema no suele ser un acontecimiento popular. Ni tampoco un acto puramente académico o científico que atraiga a lo que se ha dado en llamar el gran público. Más bien, cuando se presenta un poema, parece que asistimos a una reunión íntima, familiar, en la que alguien hace una presentación, siempre cálida dado ese ambiente, y en la que el poeta desgrana sus versos y comunica a los demás su inspiración poética, su creación literaria, en definitiva, su mensaje. Esta presentación tiene sólo el propósito de darme a conocer a golpe de verso, de poemas, que son siembra y cosecha, principio y fin, de una inquietud primero en prosa, novelada, y por fin poética que me viene de lejos y que busca siempre horizontes claros, abiertos a nobles aspiraciones. Y he de decir, necesariamente, que no soy poeta. Nací en un pueblecito de la provincia de Sevilla, hace ya medio siglo. Llegué a Málaga para echar raíces cada vez más profundas y fuertes, donde vivo esperando el aire, no sé qué aire, tal vez la luz, y donde me afano en la creación literaria a la que entrego, con generosidad, cada instante, lo mejor de mi inspiración. Recibí mi primer premio literario en 1995 participando en el Certamen Literario Marco Fabio Quintiliano con la novela “Los dos amores de Cándida Samaniego”, publicándose la obra galardonada por la Entidad convocante del premio. Sin embargo mi primer relato aparece en 1973, y trata de la historia amorosa de dos adolescentes. En el año 1.990 participo en la fase Provincial del certamen de cuento infantil de Málaga, convocado por el Ministerio de Cultura y de la Consejería de Educación y Ciencia de la Junta de Andalucía, obteniendo el primer premio por el relato “La visita de mamá pájaro”, que me animó a escribir.


POR SI ME PIERDO Y NO REGRESO


El verano llegó a los cuerpos amables, se posó sobre los ojos de los que miran en paz, y doró la cutis de miles de almas. Más tarde, apenas varios meses después, el estío se retira como enemigo que huye. Y todo vuelve a ser como siempre fue; los días se acortan, la vida se aclara, y las pieles desaparecen entre demasiada ropa. Nunca me gustaron las despedidas y por eso prefiero saludar a quien viene de lejos y se llama Primavera, porque ella es el nuevo tiempo al que ahora me aproximo. Cuando ella llegue refrescaré colores, sonidos y aromas, el verdear de mi campiña, el tañido mágico de las últimas lluvias impactando sobre tejados y ventanas, el olor a Tierra húmeda. Las hojas nuevas tapizarán de verde los árboles de plazas y calles para viandantes que van y vienen de algún lugar, y para los que caminan hacía ninguna parte, que ellos también existen. Sólo así uno sabe que el mundo continúa con su incansable devenir, sin pausa, sin excusas. Muy a pesar de que tú o yo a veces lo olvidemos. Cuando la primavera regrese no tendré prisa para encontrarte, ni por dejarte, ni siquiera en olvidarte, porque nadie puede huir ante la mansedumbre acometida de un despertar. Y dejaré que los verdes campos cosechen nuevos triunfos bajo un cielo azul deslumbrante y que mi gente se reúna para celebrar rituales de bienvenida a propios y extraños. El quince de Agosto, muy de mañana, estaré allí y beberé de veneros que inyectan vida en serranías sin puertas ni ventanas. No me busques frente a horizontes de sal, ni me esperes en madrugadas sin nombre. Allí no podría soñar bien despierto para evitar convertirme en arena de desierto. Si de buscarme se trata no le des más vueltas y recorre el camino de un nuevo entretiempo. Quiero cambiar el inmenso mar por un río milenario y desde su centenario molino voy a tener siempre presente, que de la prisa nunca surgió nada decente. Quiero retener el tiempo a pesar de lo que lo niegue la ciencia, y lo haré en las insignes tabernas de esta tierra milenaria. Al entrar dejaré en la puerta lo vano, mi tristeza y mi paraguas oxidado. Con amigos singulares elegiremos un vino de los cuatro que adornan las repisas; quizá el fino, imponente caldo criado bajo velo de flor con sabor amargo, y pasaremos a tratar lo Divino, lo humano y por qué no… lo amoroso. Y entonces sí, será fácil decir la verdad, porque a qué mentir, si esto ya lo hacemos a diario. Quiero devorar tardes crepusculares en los veladores de la calle Mesones, y pasear por el Prado cuando el bullicio se amansa y aligera. Quiero perderme entre los naranjos de la plaza de la Iglesia, o la ermita de Santa Ana y vitorear a la Virgen de Las Huertas. Aguardaré allí, en la Plaza de Santa Ana, justo al lado del pozo casi centenario de agua fresca a que llegue la noche para sentir un pellizco en el alma. Iré sólo, sin compaña, porque a veces soy egoísta para las cosas del corazón. En esa casita humilde, apenas remozada, frente al pozo de agua fresca, entre penumbras y aromas de incienso, nací una madrugada de verano. Y haré algo que no es fe, sino poesía urbanizada, y sobre esa existencia empedrada que de pequeño recorrí con amor, pediré perdón a mis seres queridos antes de marchar por si me pierdo y no regreso. Tal vez no lo entiendas, pero cómo explicar las cosas que no se venden. Sólo se que cuando la Primavera llega abro los ojos, despierto del letargo que produce la vida… y comienzo a morir.




Acerca de mi...



Soy… un hombre que confía
a pesar de tener razones para dudar.
Mis zapatos viejos, mi primer juguete,
mis dientes que nunca quiso el ratón,
mi primera carta de amor que nunca envié…
Quiero pintarme de colores la vida,
caminar haciendo camino,
con migajas de pan,
por si me pierdo, me regreso.
Y es que ya no sé lo que hago…
Algunas veces grito mi nombre
porque no me reconozco.
Sólo con la mención del amor,
del placer, me turbo,
mi pecho se altera y me obliga a hablar de amores.
Y cuando no hay nadie que me oiga,
hablo de amor conmigo mismo…

 

viernes, 18 de enero de 2008

Extracto de mi novela "TODO QUEDA EN SOLEDAD"





Caminaba despacio por la avenida, con ambas manos dentro de los bolsillos del pantalón. Deambulé sin rumbo fijo, hasta que se interrumpió la avenida y una luminosa fuente circular apareció ante mí. El reflejo de la luz solar sobre el agua cristalina cegó mis ojos. Había en el aire un olor a azucenas, a lirios y al azahar que desprendían los naranjos en flor de la plaza. Fue de repente, al cruzar la calle, un coche se detuvo. ¿Quién podría decir el instante preciso en que empieza a tramar sus telas de araña el destino? Yo no le hubiera prestado más atención de la necesaria si unos ojos no se hubiesen clavado en mí, suplicantes, como llamas vivas. Era una mujer joven y sonreía. Sonrió todo el tiempo sentada en su coche rojo. La miro, la observo con detenimiento. Francamente guapa, de larga melena rubia, acaracolada, limpia como un amanecer de verano y reluciente semejando el oro de las iglesias, que cae a raudales sobre sus hombros.
De pronto a mí se me olvidó el coche rojo, el calor de la mañana, el olor a primavera y mi nombre. Se me olvidaron las pesadumbres de noches oscuras, las risas de otros meses de mayo, el gozo presentido al imaginar el mundo compartido, el júbilo de haber adivinado que una mañana de agosto se inauguraba, junto al mar, algo muy semejante a la felicidad. Y supe, de manera tajante, que había vivido para llegar hasta allí y lo demás no importaba.
Durante un tiempo interminable la mujer me ofreció su sonrisa, que yo tomé hambriento de sus besos. Luego, bajó del coche y tiró de mí y anduvimos sin hablar, cómplices de una realidad bondadosa. Ahora a mi alrededor todo parecía un parque, la calle larga y estrecha, las gentes multicolores, la fuente luminosa…
De repente me dijo:
--¿No me preguntas nada?
--No es preciso -contesté aturrullado.
--¿Ni siquiera mi nombre?
--Eso sí me interesa -me miré en sus ojos-. Yo soy Francisco de Borja, ¿y tú?
--Filomena Espírito.
--Ya nos conocemos.
--Entonces, ven…
--¿Adónde?
--Aquí -se detuvo-. Espérame un momento.
Quise protestar, pero me hizo callar con un gesto de su dedo en los labios. Y desató sus ojos de los míos cuando se marchó. Permanecí allí, sin moverme, temeroso de perderla, sin pestañear para no despertar del sueño. Ella no sabía mis propósitos, ni mi dirección. Yo los suyos, tampoco. Tenía que regresar a donde me dijo que esperara un momento.
Todos los enamorados del mundo hacen las mismas cosas, dicen las mismas cosas, se estremecen de la misma manera… Quise pensar que aquella era la mujer que yo estuve esperando siempre. Y el susurro de su cantarina voz en mi oído lo altera todo. Y llevo al encuentro mi ansia de vivir, mi anhelo por consumar el amor que poseo, y acabé sintiéndome feliz.
Cuando regresó su sonrisa se había incrementado y la envolvía un aroma embriagador.
--Hueles a primavera -le digo, aspirando el penetrante perfume.
Me contestó, agitando su pelo al viento:
--Hasta luego.
--¿Te vas?
--Sí -dijo.
--¿Y me dejas así, tan de repente? -protesté.
--Tengo que marcharme.
--No puedes privarme de esta mañana clara, de esta caricia, de este sol que se arrastra hasta nosotros como una alfombra de amor…
--¿Lo ves? -y señaló a su alrededor-. Nadie nos ha privado de este minuto nuestro.
--Un minuto. No me has dado más que eso.
--Hasta pronto…- y desapareció de mí entre risas alborozadas.
Aquella noche no quise dormir para no perder su recuerdo. Me fui al día siguiente a esperarla en el mismo lugar. La recordaba tanto, la echaba tanto de menos, que era incapaz de hacer otra cosa. Pero no tenía nada que ofrecerle, sólo una vida que compartir con ella…


miércoles, 9 de enero de 2008

Te invito a volar en mi fantasía


Te invito a volar en mi fantasía,
hermano del alma,
entre el gemido de los ojos y el agua
que se llevaron tu risa contenida.
Quiero soñar con parajes escondidos,
con gestos ya dispersos,
con vientos que acuñaron tus latidos.
Pero despierto del letargo en que vivo,
alma entristecida y el corazón amargo
sin comprender por qué te has ido.
Árboles de tierra y hojas fértiles,
que encienden los fuegos morados
de siete cielos con mares de bronce,
te esperan para envolver tu sueño,
hermano del alma.
Agujas que profanan tu carne dolorida,
manantiales azules y sonoros,
que llagan tu piel, precisamente allí,
donde las lunas de plata
producen sabor amargo en los labios.
Sólo tú, hermano del alma,
presencia inagotable de mi noche eterna,
me obligas a cabalgar
entre los parajes de la blanca espuma
que circundan la vida y la muerte.
Tu ya no sabes quién soy yo,
pero yo todavía sé muy bien quién eres tú.
Por eso me sacio de ti en los recuerdos,
y te invito a volar en mi fantasía
entre las grises olas de una noche sin luna.
Tu voz fue enterrada por campanas de duelo,
y vientos de sepulcros me golpean las arterias
ajenos a tu muerte y la mía,
sellando el labio a la inoportuna queja.
El frío que ahora siento lo llevo en el alma,
he aquí mis versos, lágrimas sentidas,
con las pupilas ajadas del desvelo.
Soñaba yo que me ahogaban los sollozos,
y me vi huérfano el corazón
llorando más que nunca tu ausencia.
Ya no hay dicha de horas compartidas,
hermano del alma,
todo es un lento sufrir callando
con espinas que duelen al tocarlas.
Rosas y espinas que embellecen las horas,
que gritan muy quedo tu nombre
entre las sombras que ocultan el sueño,
para dejar tan sólo rastros de amor
en el leve tono de las palabras dichas,
mientras voy a tu encuentro…
 
 

sábado, 5 de enero de 2008

MEDIA HORA CON TATIANA (Extracto de mi novela)




He recorrido el camino despacio. Faltan unos minutos para las nueve y en otoño, a esta hora, ya es noche cerrada. Se han encendido las farolas que circundan la plaza hace tan sólo unos momentos. Estas luces parecen artefactos medievales clavados en el asfalto, y tienen extrañas formas arquitectónicas de complicada definición técnica. La luz ambigua que difunden sus focos apenas consigue levantar reflejos metálicos en las lustrosas baldosas que cubren la acera. Entro en el café y bajo las escaleras lentamente con una premura reprimida. Es un local discreto y elegante, no muy amplio y recoleto en su ubicación y acogedor, con suave música ambiental y un público variopinto. Aquí hay muchas parejas que se embozan con un recato artificioso tras unas columnas de mármol blanco donde se miran a los ojos y se musitan quedas palabras impregnadas seguramente de pasión.

Cada uno está a lo suyo y nadie parece fijarse en mí más de lo necesario. El murmullo de una canción de fondo terminó por hacerme sentir un poco mejor, más animado, y el intenso olor a torrefacto que llegaba hasta mi hace que definitivamente aquel ambiente, tan distinto del habitual, estimule mis deseos y me haga desear vivir una aventura. Me siento en la barra y pido al camarero un café solo. Sobre mi cabeza la luz ambarina se mezcla con el ocre brumoso procedente de la Plaza de la Marina que se tamiza desde el techo por una claraboya de cristales traslúcidos, amarillentos, como la tibia luminosidad del reflejo ambiental del salón. Pasan ya unos minutos de las nueve de la noche y en esta quietud percibo una sensación infinita de libertad, de abandono de todo lo cotidiano, mientras observo con reprimida impaciencia la escalera por donde Laura debe aparecer. Es ridículo, pero creo que estoy nervioso por la inmediatez del encuentro.


Ninguno de los dos nos conocemos personalmente. Sólo habíamos escuchado nuestras voces por teléfono en una conversación plagada de circunloquios. Finalmente ella propuso la cita y yo acepté, eso fue todo lo ocurrido. Los dos ignorábamos cómo éramos mutuamente. Sólo sabía de ella que era morena, de pelo corto y estatura media, muy habladora, más o menos de mi edad y que reía siempre con su voz áspera. Parece incomprensible, pero ahora siento una tremenda curiosidad por conocerla, por comprobar el color exacto de sus ojos. A lo mejor incluso me gusta como mujer.


Me invade el temor de que se trate de una broma, una burla de mal gusto, tonta e inocente, sin sentido, tramada por una mujer con la sola intención de mofarse. De ser así tendría que haber alguien en una de las mesas cercanas riendo mi estupidez al verme allí esperando como un imbécil, aguardando la llegada de Laura que no se produciría. Sin embargo, ¿podría ser Laura esa mujer que me comprenda y que me ofrezca el sosiego necesario sin reparar en mis defectos y sí en mis cualidades? ¿Y sería yo capaz a mi edad, pasado el muro de la media vida, de despertar hasta ese punto el interés personal de alguien del sexo opuesto?


jueves, 3 de enero de 2008

Amada mía

 
Tú nunca lo sabrás, amada, lo grande que es mi amor, avivado por el recuerdo de tu voz y tu figura, tu... alegre sonrisa que no se aparta de mi mente. Tú nunca lo sabrás, amada. Cuando pasas por mi lado yo vigilo tu mirada y tu andar y me sonríes, el corazón de plata golpea ruidoso, y me asombro de que no vuelvas la cabeza al oírlo. Un torrente de emociones inunda vertiginosamente el arroyo de mi pecho. Mis pensamientos convergen en tu figura, en tus ojos cristalinos, en tu nariz, que es una fuente de dos caños donde mana, cuando manan, dos hilillos de plata. Tu cara de azucena, tu cinturita de avispa, tus piernas, tu voz pausada, tu sonrisa, tu mirada... Toda tú, tan proporcionada, tan armoniosa. Y tu voz, que me suena a canto de ruiseñor, y tu risa, a catarata. Cuando contemplo tus ensortijados rizos y tu cara rosada, me salgo de mí. Y comparo tu risa de la noche con la de la mañana. Ambas son blancas, dulces como la miel, incitadoras como el vino, deslumbradoras como el sol y contagiosas como la gripe. Embelesa tu conversación por lo fluida y graciosa. ¿Cómo no sentirme enamorado desde el primer momento? He halagado tu vanidad diciéndote una pamplina y me has pagado con tu más preciosa sonrisa. Aún veo, en la fotografía del recuerdo, tu imagen de sirena tendida en el agua. Tu piel mojada, el nacimiento de tus senos, tu cintura, las columnas de tus piernas. ¿Cómo podré olvidarlo? Y sin embargo, acabas ignorándome. ¿Por qué no te lastimas de mí? Porque tú sabes qué me pasa. Lo intuyes, lo adivinas... ¿Por qué, entonces, consientes que yo me caiga a trozos, como se cae la piel reseca del bañista? ¿Es que tu corazón es sordo? Te veo cada día. Es consuelo y martirio tu presencia. Si estás, porque la navaja de los celos me corta la respiración ante una frase atrevida o una mirada codiciosa. Si no estás, porque añoro tu risa y tu mirar profundo, como el río añora el cauce que ha de llevarle a la mar. Así no vivo, amada mía…

 

martes, 1 de enero de 2008

MARÍA LA SOLTERA




Veinte años atrás la frondosidad de los álamos tamizaba la luz del verano en esa misma avenida por donde se entra a la pequeña población desde el este. De esa época conservaba María sus recuerdos más preciados, algunas fotos dispersas en el comodín de su alcoba, y la luz, sobre todo la luz que entraba a borbotones por las ventanas de su casa desde que mediaba el mes de Mayo. En aquel entonces María era joven, alegre y vivaracha, de cuerpo grácil y esbelta silueta, de  melena larga, acaracolada, limpia como el amanecer de verano y reluciente como el oro de las iglesias, que cae a raudales sobre sus hombros. Había pasado su juventud casi sin darse cuenta. Si intentaba recordar algún hecho destacado de su vida que se saliese de lo normal, sólo encontraba en ella a Miguel Jordano cuando subía las tardes de domingo hacia la plaza de la Iglesia repitiéndose al oído, seductoramente, palabras amorosas de felicidad compartida. Ahora, con el paso del tiempo al evocarlas suenan torpes, escuálidas, difuminadas por  el correr de los años. Pero María, ahora cuarentona, con su cabello inundando ya de encanecidos mechones por el inexorable paso del tiempo, deja pasar su turno. Necesita que el azar le desbarate opiniones y certezas, tal es su confusión de la vida, un tiempo que ella había soñado desde siempre necesariamente de un color rosado.
Todas las mañanas a la misma hora, durante la semana de vísperas de fiesta, la fanfarria campanil de la Iglesia llama a la gente a la primera misa dedicada a la Virgen. En esos bronces parece oír disfrazada, la voz de Miguel, como si supiera que el recuerdo sólo era cuestión de un instante, un soplo en el tiempo, un tenue fulgor malva en las nubes después del sol de los pobres.
-La misa de Nuestra Señora... -musita.
Sale al balcón. En su mente, Miguel Jordano, su novio de hace veinte años, es el único personaje que unifica estas vivencias. Y vuelven a sonar las campanas de la Iglesia. A través del balcón abierto llegaban ahora desde la plaza, agudos e irritantes, los gritos de la chiquillería presagiando el comienzo de las fiestas. Como cada año la proximidad de las fiestas era para María un período cargado de melancolía y alborozada inquietud por la posibilidad de que Miguel Jordano regresara. Para sus vecinos, ver a María asomada al balcón con la mirada perdida en el horizonte, igual y siempre renovada cada tarde, era ya un cuadro clásico para todos los que paseaban por la avenida en aquellas horas del crepúsculo.
Habían pasado los años y ahora María era una cuarentona de muy buen ver, que aún conservaba una cierta elegancia y belleza, pero que con el correr de los días se le marchitaba. Se había forjado  un mundo íntimo donde acudía todas las tardes a revivir su pasado. Cuando Miguel Jordano se marchó del pueblo, su vida quedó rota en plena juventud. Para superar aquel estado de amarga desolación tuvo que detener el reloj de su memoria en aquella etapa maravillosa de su amor, refugiándose en ella y resucitar así cada día los momentos de dicha vividos con Miguel. Pero si continuaba soltera bien sabía ella que era por propio deseo, porque nunca concibió el casarse con otro hombre. Y en esa fidelidad al recuerdo había cimentado la lucha y el sentido de su vida.
De las cosas que más le gustaba recordar eran aquellas tardes de domingo, en que iban a pasear solos por los verdes lindazos cuajados de vinagreras y margaritas, donde charlaban y tomándose de las manos se miraban a los ojos. Nunca podría olvidar aquella noche, en los jardines de la plaza nueva, junto al viejo roble centenario recubierto de rododendros, entre los rosales y sampedros, en que Miguel Jordano, con voz enronquecida y trémula le dijo inesperadamente que la quería mientras depositaba un beso en sus labios. Todavía hoy, pasadas más de dos décadas, le parecía percibir en la piel el calor de aquel primer beso. Por eso jamás se atrevió a pensar en otro hombre, por eso no le importaba vivir cien años soltera, porque ella había gozado de las dulces exquisiteces de un amor auténtico. Con el recuerdo le bastaba, no había exigido nada más.
El súbito repique de las campanas de la iglesia anunciando la inminente salida en procesión de la Virgen, la sacó de su abstracción. Alzó los ojos y vio el sol en medio de una inmensa hoguera deslumbrante, hundiéndose irremisiblemente en los vastos abismos del poniente. Los niños jugaban en la plaza gritando con gran alboroto, los gorriones piaban desaforados sobre las altas copas de los árboles y las palomas blancas revoloteaban majestuosas y finas en la torre y en el tejado de la iglesia. Poco a poco en el cielo fue quedando una claridad vidriosa que se prolongaba más allá de sí misma, por donde apuntaban ya tililantes algunas estrellas. María abandonó el balcón y se dispuso a arreglarse para ir acompañando a la Virgen en su salida procesional. La plaza presentaba un aspecto festivo, animado y bullicioso, que se repetía como cada año. La banda de tambores y cornetas tomaba ya posiciones junto a la puerta de la iglesia. Los cohetes subían mientras que los gorriones piaban, desaforados, y las palomas blancas revoloteaban majestuosas y finas en la torre y en el tejado de la Iglesia. María se sentía dichosa. Las fiestas eran para ella un poco volver al pasado, revivir de nuevo en la memoria su guardado amor. La emocionaban la música, la tradición, los recuerdos, el gentío, todo aquel gentío...
De pronto sus ojos se detuvieron en otros ojos. Su cuerpo se estremeció con una sacudida violenta y el corazón se le revolvió en el pecho con rápidas y descompasadas palpitaciones. Un rubor caliente le inundó el rostro y tuvo la sensación de que le quemaba las mejillas. Bajo los ojos negros y profundos que tanto sobresalto causara en María, estaba la sonrisa franca de Miguel Jordano, de aquel Miguel, de éste Miguel, de Miguel Jordano que venía hacia ella con la sonrisa franca. Miles de pensamientos, apreciaciones y sensaciones se cruzaron por su mente en unos pocos segundos. De golpe toda su vida, la que guardaba con tanto celo y a la que acudía a diario, le pareció un sueño absurdo. La sobrecogió un sentimiento de temor y frustración, como si su vivencia anterior hubiese perdido en un momento toda coherencia y todo sentido.
Cuando se encontraron frente a frente, apenas se reconocieron. El Miguel Jordano de su amor, que durante tantos años había preservado en el corazón y en la memoria creándole un lugar preferente en sus sentimientos más íntimos, lejos del envejecimiento y los deterioros del tiempo, estaba muriendo ahora ante la presencia de este Miguel más que cuarentón, de rostro arrugado, pelo escaso y canoso y estómago pronunciado, pero con la misma mirada profunda y sonrisa franca de siempre, que le tendía su mano fuerte y afectuosa.
-Hola, María...
Qué extraño y desconcertante era todo para ella. Y sin embargo algo del joven Miguel Jordano quedaba todavía vivo en aquella mirada negra, en aquella voz ronca y sobre todo, en aquella sonrisa franca y abierta.
-¿Ya no te acuerdas de mí? -insistió él, al ver la indecisión de María.
-Sí, claro... -titubeó por uno instantes.
La luz de las velas que iluminaba el inmaculado rostro de la Virgen, se reflejaba ya en el umbral de la puerta. La voz del capataz sonó potente y clara animando a los costaleros, al tiempo que golpeaba con el aldabón del paso. ¡A ésta es!
Un aplauso unánime y un clamor de alabanzas recorrió la plaza, como una ola invisible en un mar nocturno. La Virgen, plena de belleza, salió radiante sobre el paso esmeradamente adornado con nardos, rosas, claveles, velas y candelabros de plata. El griterío, la música, los cohetes y las campanas encendieron el ambiente en un regocijo colectivo y desbordante.
­¡Viva la Virgen de las Huertas!
María, con lágrimas en los ojos, miró el rostro de la Virgen como tras un cristal empañado. A su lado, inmóvil, Miguel Jordano permanecía también emocionado. A hombros de los jóvenes costaleros, arropada entre vítores y aplausos, la Virgen avanza calle adelante, mientras desde lo alto una luna grande y cenicienta dormita solitaria sobre las viejas almenas del castillo árabe.
                                                                      *  *  *
No obstante María continúa viviendo, pues ese es el misterio de la existencia, mudar días, envejecer hora a hora hasta la muerte. Llega de nuevo el invierno. Cuando la habitación ha comenzado a oscurecerse por la irremisible puesta del sol, María salió al balcón. Con la mirada perdida en el horizonte apoyó los codos sobre la baranda de hierro pintada de negro, posó las mejillas en las palmas de sus manos con expresión soñadora, y se entregó a los recuerdos. Se había dado cuenta que no contó con el inexorable paso de los años que todo lo modifica y como frágil cristal, aquel Miguel de ahora que tuvo frente a frente y que apenas conocía, se quebró en mil pedazos sin conseguir hacerle revivir de nuevo la guardada pasión. Para ella, su verdadero amor, el del joven que todavía hoy le parecía percibir en la piel el calor apasionado de su primer beso, era el que quería conservar, el que jamás moriría en su corazón.
Ese era el Miguel Jordano de su lejana juventud.